¿Reconoces esta torre? Tal vez no la identifiques a primera vista. Se trata del palomar en donde se refugió Tita, la protagonista de Como agua para chocolate, el día en que descubrió que su sobrinito había muerto. Está situado en el antiguo ejido de San Isidro, Coahuila. (Fotografía de María Dolores Bolívar)

Friday, December 16, 2005

La virgen de Guadalupe y yo

Cuando se asume desde el extranjero que la virgen de Guadalupe es el icono clásico de todo México, me siento llamada a desmentir. La imagen guadalupana no es sino un rostro, uno más, perdido en un mar de devociones -cada quien para su santo o santa-, acendradas hasta el extremo en todo el país. Desde la madre de Jesús hasta las más recónditas y olvidadas representaciones del más nutrido séquito real.

En casa, no era la virgen de Guadalupe quien resguardaba el umbral, sino una señorial virgen de Fátima, que desde su pedestal de yeso, acabó llevando a cuestas la poca estabilidad de nuestras vidas, al tiempo en que nos seguía, de caja en caja y de pared en pared, hasta acabar, hecha añicos, durante una fiesta de adolescentes.

Pero... ¿Tenía razón aquel amigo? La virgen morena forma parte de nuestras vidas, ineludible, incontrovertible.

Un tren de peregrinos

De niña me sorprendía cada año, a eso de los comienzos de diciembre, el fervor guadalupano. Por mi escuela, situada a un lado de las vías del ferrocarril de Cuernavaca, en la urbanísima Polanco, pasaban las procesiones que venían de diversos puntos del norte y del oeste del país, a pie. Las imágenes que derivaban de ese paso no eran placenteras. Nos producían una gran sensación de tristeza aquellos hombres y mujeres, muchos de ellos andando de rodillas, desarrapados y extenuados, que iban hacia la villa de Guadalupe, a cumplir una manda o a hacer un ofrecimiento.

Nosotros, que éramos demasiado jóvenes aún para entender las aristas de esa devoción sin límites, nos preguntábamos quiénes eran esas personas. En nuestras reflexiones o diálogos, tan pasajeros como suelen ser las conjeturas a esa edad, notábamos un rasgo peculiar que nos distanciaba de tanto peregrino. Sí, parecía claro y contundente, aquellos peregrinos no tenían nada que ver con nosotros, ni con nuestros padres o parientes. Entre ellos no estaban nuestros amigos, nuestros primos, nuestros maestros. Ante ellos éramos la audiencia involuntaria que prefería no verlos, para no profanar a esa existencia otra que, casi en nada, nos tocaba. Ahora se que la fe no se divide en clases, sino en regiones y tiempos históricos. La fe, es un tremendo espejo desde cuyo interior gritan las jerarquías, las diferencias, las injusticias del tiempo y de la historia.

Los abismos que entonces ya se abrían tenían que ver con los bordes que separan a una ciudad del campo, a un medio urbano del aislamiento y el tradicionalismo que ara surcos eternos.

A un lado y otro del Cañón del Cobre

Era también por esas fechas que escuchaba a mi padre hablar de la ignorancia que latía cual trasfondo de aquella realidad tan sórdida, fuente de caminantes o emigrantes motivados por la fe, la devoción y el rito. Mi padre no quería a los curas y menos a quienes fomentaban las peregrinaciones a manera de manda colectiva. No lo culpo. Siempre hablaba del gran obstáculo que representaba la iglesia en el desarrollo de Nayarit, donde hizo su servicio médico. Mi padre creció en un México donde la división de la iglesia y el estado no eran pamplinas, sino un cañón del cobre separando dos puntas del mundo.

Un día, me atreví a decirme en silencio, todavía siendo una niña, cuánto me gustaría ir con ellos, los peregrinos; seguir la ruta de las vías y llegar a la meta, tan solo para no quedarme detrás de las bardas de ladrillo de mi escuela, mi vieja escuela, la misma que todavía se yergue, de testigo, junto al mismo paso del ferrocarril, pese a que la tecnología lo haya desplazado.

Te seguiré buscando

Aquel tren humano, cuyo número de vagones resultaba interminable se quedó, sin duda, como el espectáculo más sórdido y grave de mi niñez. Lo he visto repetirse muchas veces, en otras vías, en otros contextos, motivado por otras vírgenes y santos, imanes de la devoción masiva. Y todavía pienso que alguna vez me gustaría unirme a ese flujo de creyentes para dar con ese más allá protector representado en el halo que ribeteaba el bulto de mi guardiana casera, la también célebre virgen de Fátima.

Y apenas caigo en la cuenta. No tengo en casa una efigie de la guadalupana, en cualquiera de sus formas, sí en cambio una estampita de Fátima colocada casualmente junto a la ventana con la encomienda de cuidar a mis hijos mientras no estoy… Así que, al menos por ahora, parece que la tradición guadalupana continúa existiendo de soslayo en mi mundo –viéndola pasar ajena a mí- por lo menos en lo que a mi familia respecta. Tal vez la próxima vez que dé con una virgen de Guadalulpe, la compraré, para quedar a mano con esa misión que interrumpo fehaciente, para que nunca mis hijos me reclamen la omisión.

Diciembre 12, 2005

Monday, November 28, 2005

Votar o no votar

El voto migrante careció de la respuesta masiva que se esperaba. ¡No me extraña!




por María Dolores Bolívar



Eso de votar ha ido cobrando dejo de moda y, claro, con las modas, surgen las variaciones, las cliques, los enfrentamientos, los encontronazos. Cierto que votar es democracia, estilo línea de lema radiofónico; pero el votar no es la democracia. La democracia, a menudo, se expresa muy a parte del voto o, hasta podemos decir sin lugar a equivocarnos, a pesar del voto. Asumir voces o tener representatividad no se reduce al voto, ni mucho menos a un proceso electoral cuya legitimidad se desgaste en constante entredicho.

Veamos un poco. Yo crecí en un México en que el voto era execrado al máximo. Participar en cualquier contienda que convocase a acercarse a las urnas era francamente ajeno a la mayoría. El recuerdo de dos campañas fallidas, antes y después de Álvaro Obregón, llevaron a la gente a creer que su voto no era sino objeto de manipulación, de persecución, de transa política.

En esas oscuridades electorales a menudo uno no entendía por qué el PPS postulaba al mismo candidato que el PRI o por qué la existencia de partidos era visiblemente nulificada por el triunfo seguro de uno solo, que se eternizó en el poder setenta años.

En Estados Unidos la tradición partidaria entre demócratas y republicanos es también hoy objeto de desencanto. La polarización reciente de la población, con su consecuente división en dos mitades irreconciliables, comenzó a avivarse en los ochenta. Antes, una línea divisoria gris hacía contender a un campo y otro por la alternancia que, dicho de otro modo, es el ahora tú y mañana yo, business as usual!

El abstencionismo de los setenta era como la marca histórica de las democracias contemporáneas. La disidencia hallaba su válvula de escape en la cultura popular, en la toma de calles y espacios masivos. Lo que ahora de manera exacerbada algunos llaman sociedad civil, no era otra cosa que la contracultura, el salirse del statu quo y buscar, fuera de “los cauces” habituales del voto y las candidaturas políticas, recuperar la voz para luego hablarse al tú por tú con políticos de nombre y apellido.

Ninguno de estos dos países, México o Estados Unidos, habría podido imaginar cómo la convivencia vecinal habría de profundizarse con el cambio de milenio. De la noche a la mañana las fronteras se volvieron ya no porosas sino móviles. Con la amnistía de los años ochenta la presencia ciudadana de los mexicanos y los salvadoreños aumentó de manera tan notoria que comenzó a ser tema de encabezados y primeras planas. No era que antes no hubiese migrantes, sino que su número y presencia carecían de importancia para las altas esferas políticas. Si hoy aparecen los Trancredos o los Gillroy es porque la migración entró en el terreno del capital electoral. La última década ha ocurrido lo mismo con los candidatos mexicanos. Previo a este frenesí de migrantes y remesas, el último candidato presidencial que hizo campaña en la frontera fue José Vasconcelos. Los nuevos tiempos, sin embargo, lo requieren, lo esperan, lo fomentan. Algunos hasta han soñado ver revivir las sociedades juaristas o los comités patrióticos de allende las fronteras, a lo largo del siglo diecinueve.

El contexto transfronterizo pone en alerta a los nacionalismos trasnochados. Puestos a dialogar, dos Méxicos, dos Salvadores, dos Guatemalas, difícilmente se ponen de acuerdo. Los mexicanos, salvadoreños o guatemaltecos de afuera, motivados por distintos procesos de vida, tienen también distintas perspectivas. Disidentes, ya por el hecho de no elegir el destino manifiesto de una vida sin oportunidades, no se ciñen con facilidad a las retóricas habituales del hombre de oficina, poder e influencia. La larga división entre las facciones que tamizaron hasta más no poder el posible voto del migrante mexicano hizo que éste, al fin, se volviese sospechoso, en el mejor de los casos; en el peor, inútil y poco motivante.

Las preguntas a ese respecto son muchas. Qué despertará el interés, quiénes. Cómo hacer que la información fluya, que reciban inspiración los de un lado y del otro de la línea si apenas se conocen. Cierto que son familia, a veces dividida, pero lejana al fin, por efecto de la geografía. Tan solo en la mía, propia, si recurro a los hermanos, primos, sobrinos y demás parentela, hablamos de una topografía tan vasta como elusiva y diversa en intereses y filiaciones patrióticas. Qué tengo yo en común con Mateo, mi sobrino que concluye el seminario teológico en Europa o con la rama de la familia abocada a las ciencias duras. Qué puentes, otros que los afectivos, pudieran llegar a tenderse en una red política que fuese de Torreón a Guadalajara, de Irapuato a Champotón, de Chihuahua a Dallas, de San Diego a Rouen, de Walpole a Cacabelos, de París a Tahití. Las familias reales están más pulverizadas en gustos y aficiones que los propios partidos políticos. Pensar una campaña pretendiendo que Johnny influya en Juan o viceversa es tan estúpido que no habría término eufemístico o sutil que diese cuenta del tal proceso.

¡Y, porfas, que me aviente la primera piedra virtual aquel cuya familia sea afiliada, sin mácula, de un solo partido! Así que ojo con aquellos cuyas esperanzas democráticas se funden en la intención de conseguir que voten por el mismo partido los de un mismo apellido o que todos elijan irle al mismo candidato. Tal vez por eso nuestros políticos, sabios que se consideran a sí mismos, decidieron la elección unilateral de sus candidatos. Esmerados en ahuyentar al votante, o así al menos lo parece, decidieron por sí y para sí, en el gremio cerrado de sus influencias y apoyos más incondicionales. Solo que, como se dice en los juegos de niñitos, algo anda mal en este cuento. ¿Por qué entonces procuran mi voto para validar sus intereses de coto cerrado? ¿Qué papel juego yo en esos terrenos de la componenda burocrático política, tan a la mexicana?

Creo que nada, por eso, modestamente, decididamente, guardé mi tarjeta de elector en una caja que se empolva en el rincón de mi armario, sin uso ni futuro. Registrarme para votar habría sido un reto, no lo niego, la noche en que llegué a mi casa a enterarme por la televisión que habían asesinado al candidato Luis Donaldo Colosio. Habría hecho cola, mil veces, para participar en el voto el año que se eligió a Vicente Fox, contra él, claro está, entonces y ahora. Pero en la futura elección, donde las disyuntivas apenas dan para rima chusca de Día de los Muertos, no, mil veces no. Imagínense, pasar toda una mañana decidiendo entre Roberto Madrazo y Andrés Manuel López Obrador, alegrándome de que Martha Sahagún no esté en las boletas, ella que ha superado en escándalos, incluído el de pretenderse la sucesora natural de Los Pinos, a Irma Serrano.

Pero para no caer en la visión meramente personal me fui por varios días preguntando a mis amigos si querían votar. Les diré lo que obtuve, en unas cuantas líneas. Mis colegas de la universidad me observaron con patetismo que indicaba que les preocupó mi pregun
ta por mí, no por ellos. Uno sólo, zacatecano y profesor de español como yo, fue contundente. “María Dolores, deja ya de pensar en México como si fuera parte de tu realidad. Yo sólo pienso en México cuando llegan las vacaciones. A México quiero ir cuatro días, incluyendo el que me toma el viaje de ida y el que me toma el viaje de vuelta.”

Otra que nunca falla con la urgencia de revivir las tradiciones y ser parte de México siempre y por siempre, sugirió que no anduviera metida en votaciones y esas cosas y evocó a cuenta de lo mismo los asesinatos de periodistas en Tijuana. “Yo no voto”, subrayó, “así me paguen.” La lista es larga; Toña, recordó tiempos en que votó y su voto no contó para nada. Rosa me dijo que no tenía la menor intención en poner en riesgo su obtención de la ciudadanía de Estados Unidos, por andar votando. José se tomó unos quince minutos y dos coronitas en explicar que sus primos de Texas viajaron a Chiapas, el año pasado y se metieron en tantos problemas que desde entonces nadie de la familia quiere ir, ni siquiera para la Navidad.

Me pregunto, yo que tengo oportunidad de repasar la lista larga de repudios, excusas y salvedades, si los mexicanos no hemos asumido la noria apátrida como el mejor antídoto contra la corrupción y sus desgracias. Ansiosos que estamos de dejar de ser el objeto en la mira para los de este lado, hemos comenzado a preocuparnos por no tocarnos con ese allá conflictivo y revuelto que hoy, ay hoy, nos acaba de sorprender con el último escándalo del presidente bufón: A punto de perder la guerra con los Estados Unidos, sobre un diferendo basado en la caricatura de Memín Pinguín –por lo menos no se trató de un chisme de telenovelas- y pasar a la historia como el peor presidente de México, mandilón, racista, torpe, etceterilla, tal vez albergue la aventura triste de irse a la guerra con un país al que, sólo por ignorancia, acaba de considerar su enemigo pequeño.

Ay, el voto. Si votando lograra liberarme de la clase política, lo haría, no me cabe duda alguna. Pero al saber que con mi voto el IFE pide más dinero y alimenta más bocas como esa, de vituperio y grandes necesidades que acaban traduciéndose en escándalos de hurto y cochupo, prefiero no votar, lo siento.

Saturday, November 26, 2005

Día de gracias en Fallbrook

por María Dolores Bolívar
Entre mis dos mitades hay un punto o una semilla o el principio de la línea que todo lo divide en dos, salvo que decidamos lo contrario…


Acción de gracias, día del pavo, día de dar gracias, dansgivin. Todavía no nos ponemos de acuerdo en castellano en como abordar este día tan significativo para el mundo anglosajón, tan difícil de asumir para el mundo del inmigrante hispano –tan de otro modo presto a adoptar cualquier celebración, aún Halloween-.

Por años ese día también pasó desapercibido para mí, salvo por el detalle de que las ciudades estadounidenses se paralizan, cada vez menos horas, pero de manera común, sincronizada y evidente. Ningún negocio opera a la hora de cenar y muchos cierran el día entero. Puedes quedarte sin comer o sin diversión. Muchos turistas, despistados, acaban varados en algún aeropuerto sin saber qué hacer ni por qué, en jueves, todo se detiene.

Me ocurrió una vez, hace años. Viajaba hacia Perú y fui desviada a Los Ángeles, procedente de la ciudad de México. Llegué a eso de las nueve de la noche. Cuando salí del aeropuerto me pareció que entraba en un pueblo fantasma y no en la ciudad más ruidosa del planeta. Claro, como venía de México el día del pavo me tomó por sorpresa. No tuve más remedio, entonces, que meterme al cuarto del hotel y encender la televisión. En cosa de minutos me enteré de mi entuerto. Llegaba a la meca del cine en día sagrado. Ahí no habría otra cosa que hacer que lo que hacía con desgano sobrado, recorrer el impresionante número de canales disponibles para quienes como yo, por esa noche larga, no tendrían con que o con quien desaburrirse en una fecha como esa.

Aquél día reflexioné curiosa. Mi familia jamás celebró el estadounidense thanksgiving. ¿Por qué? No lo sé. Supongo que las razones provendrían de la misma lista que intentó explicar inútilmente por años mi madre, por qué tuvieron que transcurrir más de diez años antes de que en casa se almorzara a las doce y no a las tres de la tarde. Las costumbres mexicanas prevalecían en este lado de la frontera para nosotros. Así, el día de acción de gracias sólo podía existir con una enorme interrogante y mucha oscuridad e indiferencia.

No recuerdo el número de días que pasaron antes de que por lo menos preguntásemos, entre nosotros, los motivos de la celebración o los pormenores de la tradición tan a la americana. Luego el nacionalismo también privó cuando juzgamos que no adoptaríamos tal fecha por principio, sabedores de que representaba al colonialismo con el que ningún miembro de la familia, desde cualquiera que fuera su posición política, llegaría a identificarse jamás.

No fue sino hasta que mis hijos entraron a la escuela que comenzó a preocuparme el ignorar, supinamente, fecha tan importante. Un día me dije, no acaso me enseñaron aquello de que “al país que fueres…” Pues con diligencia ayudé a Gus a confeccionar su pavo de papel, el primer año. Para el segundo, que nos tocó de tarea describir la tradición, entré en mejores componendas, le sugerí que hiciera una presentación acerca de los rasgos “mexicanos” de tan estadounidense festividad. Mi Gus, que siempre me escucha de soslayo, aceptó sin respingo y se mandó tremenda investigación de los alimentos que conforman el sonado día del pavo. Guajolote, papa y camote, tarta de calabaza. ¡Uf! El mundo nahua, a todo lo que da. Le ayudé a redondear la idea y al final, iniciamos a sus compañeritos en la empresa de interesarse en los orígenes indígenas, verdaderamente indígenas de sus costumbres culinarias.

La digresión, como en tercera dimensión hizo que en años subsiguientes discutiésemos en familia el feriado este. Pues nada que sin sentirlo nos pusimos a celebrarlo, año con año, desde Arizona. Lo divertido es que cuando fuimos a Zacatecas extrañábamos el día. No vayan a pensar que hacíamos pavo con salsa de arándanos, no es para tanto. Pero sí me llegó a ocurrir imaginar lo que haría en San Diego el tercer fin de semana de noviembre. Luego mis hijos preguntaban, recordaban, comentaban… y así, supe que el día había hecho sitio en mis recuerdos, muestra indeleble de que ya era la inmigrante consumada cuyas raíces, echadas hacia ambos lados, hacían su surco subterráneo, silencioso, contundente.

Este año, a diferencia de muchos otros en que me hice muchas conjeturas, decidí asumir la tradición de manera tranquila, aunque todavía sin polendas. Daría las gracias, por todo lo que tengo, por los milagros recibidos a diario los últimos tres años. Mi hija Lilia me sorprendió en los preparativos con una pregunta que inspiró este escrito: ¿Mamá, acaso decidiste por fín asmiliar el thanksgiving? La respuesta era sí, pero no la solté de inmediato. La repasé en mi mente varias veces, la convertí en esta declaratoria grave que ahora escribo. Debo haber entrado ya, de lleno, a mi vida de inmigrante.

Monday, October 31, 2005

Días especiales



por María Dolores Bolívar

Dedicado a San Judas Tadeo, abogado de las causas difíciles...

Nuestro contacto con la muerte se legitima a través de la fe, de la devoción, de la religión. Pero más allá de nuestra fe en el templo, algunos intentan evadir la cercanía con los espíritus. La tildan de fantasiosa, delirante, locuaz. No quieren imaginar que sea posible el que los muertos vengan a comer con nosotros, a convivir con nosotros, a honrarnos con su presencia del mismo modo que, en vida, nos dieron su compañía, su afecto, su proximidad física...
La diferencia entre Santo Tomás y yo es que yo veo de tanto creer

Me detengo ante un puesto de flores. Hoy se ha vestido de amarillo. Yo digo que no es "marigold", pero el olor me desmiente. Huele a zempoazúchitl o cempazúchil; qué digo, parece desbocado el embriagante aroma del campo magnificado en una flor cuyo colorido es, en verdad, inconfundible. Mi abuelita decía que era amarillo triste. Yo lo siento en el alma como si fuese el rostro del oro o de la superficie del sol, desbordado en una esencia de vida que nadie sabe de dónde proviene. Así creen en los pueblitos de México, que los muertos, cuando se aparecen, vienen antecedidos de un olor a flores, no sé si a jazmín o a nardos, tal vez sea el zempoazúchitl.

Me detengo también ante el pan de muerto, recién horneado. Una capa de azúcar y listo. Estamos en la tierra donde las celebraciones se hacen visibles. Digo se hacen pues en México la visibilidad es cosa de todos los días. Visibles somos nosotros, en las calles y cafés. Visible es la vida que se nutre de cotidianidad en una parada de autobús, en las tienditas, en los cruceros. Nos vemos, nos oímos, nos olemos.

¡Oh indeseable invisibilidad!

Cuando la gente se saluda en México no se dice "te vi" o "te veo" sino "casi no me fijé que ibas en frente" o "no estaba segura de que fueras tú". Lo poco habitual es ser invisible. La invisibilidad sorprende, molesta, oprime. El gentío y la visibilidad asumen ese lado inverso. "¿Me viste?" -se preguntan las amigas a manera de saludo. La gente está sin estar en la visibilidad cotidiana: dejamos de notarlos porque no podemos dejar de verlos. No es que queramos ser singulares o reinar sobre el espacio, sólo aspiramos a no ser invisibles.

Yo sé que he llegado a un barrio de blancos cuando en las calles se apaga el ruido o se percibe, apenas, algún atlético corredor que va dejando las huellas aéreas de sus zapatos deportivos sobre el pavimento liso, recién asfaltado. Ni siquiera los perros ladran por ahí; están entrenados a mantenerse privados. No llevan bozal, no hace falta. Miran y el dueño dice "quiet", o los controla con la mirada y un tirón de correa. El animal, sumiso, entiende que la regla es "silencio". Una palabra basta para hacer que se imponga el orden matemático del silencio.

Tocamos al más allá, le hablamos de tú a tú

Así que, a olores y color, día de muertos transgrede el diario acontecer de las comunidades que se cierran a la diversidad. La presencia se hace tangible, inmediata. Del más allá llegan los seres invisibles para dejar de serlo por una noche. El angloamericano los ahuyenta, se viste de espanto, invoca a los duendes para que los disuadan de venir. El mexicano los llama, los atrae con comida, con sus objetos familiares favoritos. En las casas se abren puertas y corazones, se prepara la fiesta, se apresta la música. La muerte es apenas otra dimensión de la vida. A ella iremos, por una noche, de la mano de quienes nos han ganado en alcanzarla. Es como si cada año ensayásemos a morir al tiempo que nuestros muertos ensayan a volver a vivir de nuevo entre nosotros.

Día de muertos atisba al porvenir. "Todos iremos para allá..." La certeza de la muerte nos reafirma el estar vivos. Vivos para contar y ser el puente entre el más allá y este más acá cotidiano. En el panteón nos sentamos sobre las lápidas, desbordamos hacia las tumbas vecinas. Nuestras flores y las de otros visitantes forman un tremendo puente que ocupa el espacio entre nuestros brazos, de cabeza a cabeza, por sobre nuestras cabezas. "Un día a la veeeez, yo quieeeeero viviir, ayuuuuuudameeee hoy, yo quieeeeero viviiiiir un día a la veeeeeeeeeeeeeez. Ayer ya no existeeeeeee, mañaaaaana quizáaaas no vendráaaaaaaaaa ayúdameeeee hoy, yo quieeeeeero vivir un díiiiiiia la veeeeez". Los cantos se extienden armónicos de mundo a mundo, de dimensión a dimensión. Tocamos a nuestros muertos, compartimos el pan, los oimos darle un sorbo al chocolate o masticar un trocito de tamal.

Quien no cree en todo esto es porque vive en la asepsia del mundo material. Algunos piensan que las superficies limpias con materiales químicos desalientan a los espíritus. Conocí a una mujer que vivía aterrada de que un espíritu viniera a su casa y se esmeraba en mantener todo muy limpio. De la mañana a la noche gustaba del olor a cloro y a pinol; la tranquilizaba el aroma que deja el aerosol sobre el ambiente. "Olor a rosas" podía leerse en el cilindro que hacía sonar una pieza metálica contra sus paredes interiores. Y rosas imaginarias con olor a aerosol asumían el papel tranquilizador de aquella mujer que no quería verse cara a cara, jamás, con los espíritus. A mí esa buena señora me dio la receta para librarme de una plaga de hormigas. Lo agradecí pero me quedó un mal recuerdo del olor a desinfectante.

En estos tiempos todos creemos en algo

"Ahora todos creemos en algo". La frase ésta la escuché de Vrodnia, una señora rusa que se pone como muestra de que los perfectos escépticos han desaparecido de la faz de la tierra. ¡Puede ser! Vrodnia se lleva a los labios una pequeñísima cruz de esmalte cuando afirma creer en dios. "Cuando yo era niña, dice ya al punto de las lágrimas, la gente no creía en nada..." En esa sola frase resume Vrodnia toda la sabiduría acerca de las creencias humanas.

Hoy, entonces, llevaremos el hábito del fraile, la mortaja de la novia, el velo de la viuda...

Día de muertos asumirá su giro de época y visibles, visibilísimos, circularemos con nuestro toque peculiar al curso de la luna... a nuestra manera, en nuestros propios términos... y trancurrirá, como cada año, este día especial.

La pregunta que me queda es por qué los anglosajones no se han atrevido a desearme un "feliz día de muertos". Verán, ya para terminar les aclaro esto último. Me dicen happy cinco -cuando se llega el cinco de mayo-. Me auguran happy mothers day. Se desviven por desearme un feliz día de brujas. ¿Por qué entonces no me desean "felices muertes" o ¨feliz viaje a la muerte¨?

Parecería que no logran separar el tono mórbido que dan a la muerte de su proximidad con una fiesta que ya ha permeado el consumo masivo de espantos y motivos de noche de brujas. La muerte los apabulla, los atemoriza, les inspira respeto. Quieren conjurarla, mientras yo quiero abrazarla, tan sólo porque veo en ella los rostros de mis antepasados. Pretenden alejarla, cuando intuyen su aliento, bordeando la noche, merodeando en el ánimo. Nos ven como una mezcla de suicida con demiurgo, atrevido y audaz, que no supiera mantener cada cosa en su sitio, de lado a lado de uno y otro mundos.

¡Ay, San Judas! Ya mejor me sonrío y me voy con mis calaveritas y mi fiesta a otra parte.

Tuesday, September 20, 2005

"Rompeolas de las eternidades"



por María Dolores Bolívar

Murió Alejandro Avilés. Esta foto junto a Dolores Castro, se la tomé en Zacatecas y apareció, créanlo o no, en el periódico Imagen, diario local, en la portada del suplemento cultural, el 11 de diciembre de 2000 –¡oh increíbles días que se fueron!-

Aquel día celebrábamos en impreso las palabras de Avilés, vibrantes, conmovedoras en el homenaje a Dolores Castro, en tierra zacatecana. ¡Vaya personaje fuera de serie! Avilés y Lola fueron grandes amigos –lo son. Esas amistades, sin duda, trascienden hasta la eternidad. El era una de esas personas que se fija en la memoria con un halo de unas doce pulgadas de ancho. Y tuve la suerte de retratarlos a ambos, mientras me contaban, sin prisa ni pretensión, algo acerca de sus brillantes vidas.

Su trayectoria en el periodismo es insólita; como iniciar de nada y hacer una montaña de logros que luego toman forma y se vuelven una segunda realidad. Yo me acerqué a ambos, a Lola Castro, a don Alejandro, porque ambos irradiaban luz, de esa luz rara vez perceptible en el México que a mí me ha tocado vivir, un México de pocas esperanzas y grandes, qué digo, enormes problemas.

Pues para hablar de las palabras, de su poder, de su pertinencia están ellos (don Alejandro seguirá estando) a través de las prensas, por más de que se modernicen, en cada modo de contar, en cada emblema que redunde en un impreso y una manera de plantear un punto de vista.

“Pararrayos celestes, que resistís las tormentas; rompeolas de las eternidades”, evocó melodioso, entonces, un Avilés emocionado, luego que aclarar que Lolita, su amiga por 47 años, “competía con Darío…” “siempre está haciendo poética, esto es, dándonos una definición de lo que es poesía".

Descanse en paz, Alejandro Avilés, el hombre, el amigo, el periodista, el poeta.




Sunday, September 18, 2005

De tragedia en septiembre y de septiembre a septiembre

por María Dolores Bolívar


Mañana lunes, 19 de septiembre, se cumplirán veinte años del terremoto que cambió los destinos de la ciudad de México en 1985. Pocas memorias viven tan inmediatas, tan a la mano, tan trágicas como esa. La televisión se volcará en detalles. Ninguna área de la cultura nos es tan familiar como la que deriva de una tragedia así. Veremos a los niños que perdieron a sus padres en el centro médico, como cada año, en ese aniversario de lo que sus vidas habrían podido ser. Nos conmiseraremos por la suerte de las costureras que no libraron la frontera entre la vida y la muerte. Lamentaremos lo que quedó entre los escombros. Lloraremos unas cuantas lágrimas y juraremos no olvidar, aunque sepamos que el hacerlo no depende de nuestro empeño o voluntad.

Luego, congelaremos nuestras esperanzas en ese momento clave del recuerdo, de nuevo. Inquiriremos acerca de lo que vendrá con la nostalgia a flor de piel y nos lamentaremos, a través de esa lente trágica, por el futuro de un país que parece peleado con el futuro.

Como si fuera una ominosa carga de penas que apretamos en el saco de la vida, evocaremos juntos, este septiembre, aquella fecha que removió los cimientos del país, aquel parte aguas que retembló en el centro de nuestra nación, de nuestras vidas respectivas.

Este año, un dolor especial se removerá en mi alma, el que acabo de experimentar a espeluznantes rebanadas a la hora del noticiero. La distancia no lo hace menos dramático ni menos estremecedor: hablo de las víctimas de Nuevo Orleáns, de las imágenes dantescas de “esos damnificados” aferrándose a la vida sobre el techo de una casa, o sobre la simple plataforma de una puerta, algún trebejo que en esa historia de horror se recicló en la bendición de salvar a alguno de la corriente fatal.

Hoy, los refugiados de Nueva Orleáns se suman a tantos refugiados de tantas partes del mundo. Son los pobres que normalmente nadie ve, los pobres de estas urbes donde se piensa, hélas, que los pobres son pobres porque quieren. Y ellos, los que a menudo sobreviven con la ayuda gubernamental –el Welfare- de a setecientos dólares por familia o con el sueldo que las transnacionales fijan a 6 y pico la hora, tendrán que emigrar, empezar de nuevo, reconstituir el patrimonio, ya mermado de por sí por la pobreza, de la caridad internacional, de la buena voluntad de quienes de común no han aprendido a sentir compasión por los pobres, los de la calle de abajo... y menos, todavía, por los de África o del sudeste asiático.



Hace un par de días escuché en Larry King a Bill Clinton, expresidente de Estados Unidos, lamentarse de que la mayoría de seres del planeta sobrevivan con una economía de menos de un dólar al día. Me pregunté por qué no se habló ahí de los que sobreviven con una economía de menos de veinte en California, en Florida, en Nueva York, en Illinois, en las dos Carolinas. La compasión como que se adelgaza cuando las cifras duelen en casa, o cuando se evitan para no pensar en el desastre interior, en la crisis insólita. Qué difícil pensar en abolir los controles del Welfare a familias que prefieren recibir ayuda gubernamental que trabajar en quasi esclavitud para compañías que pagan aún menos por un jornal de más de ocho horas.

Y es que la pobreza interna de Estados Unidos crece de manera rampante. No viven mejor que en Somalia, Armenia, Pakistán o Antigua los trabajadores que obtienen un ingreso neto, por miembro de la familia, que no rinde ya ni para un tanque de gasolina, completo. Y esto, en una economía que ha liberado las rentas, convertido la venta de alimentos en ominoso concurso de la conserva barata y el almacén de latas. La gasolina está a tres dólares el galón y, por si fuera poco, se privatiza todo, hasta las escuelas y universidades del estado.

Los desastres naturales duelen, claro, muchísimo. Pero lo que enfrentamos a diario, cada vez más visible, cada vez más en casa, es el desastre humano que por añadidura lo es también económico, social, cultural. Todos los días llegan a Estados Unidos, procedentes del sur del continente y de las aguas del atlántico y del golfo de México, cientos, miles de refugiados de la pobreza. Su llegada no es bien vista. No cuando quienes llegan, llegan a pie, en balsas maltrechas, en vehículos que luego se descarrilan cuando, incapaces de soportar las velocidades que alcanzan las patrullas fronterizas y de caminos, ven estallar sus radiadores y destrozarse sus llantas viejas del uso. Los que llegan no traen dinero ni ropa, vienen apenas con lo puesto. No cargan documentos ni equipaje. A su llegada requieren de todo, desde un vaso de agua hasta el cambio de ropa que les permitiría, en la hipótesis imposible del sueño americano, acceder a un trabajo, a una casa, a la escuela nocturna en donde aprenderán inglés, urgentemente.

Una tormenta, antecede a esta estampida de pobres, pobres hasta el extremo, a irse a empezar a otro sitio. A buscar el camino de la supervivencia necesaria, con sus familias, esperanzados, desesperados, uno dijera sin dirección…

Wednesday, September 07, 2005

Para quienes nos miran de cerquita



por María Dolores Bolívar


"She dropped her resistance: she was captivated by images suddenly welling up from books read long ago, from films, from her own memory, and maybe from her ancestral memory: the lost son home again with his aged mother...the family homestead we all carry about within us; the rediscovered trail still marked by the forgotten footprints of childhood... the return, the great magic of the return."

Milán Kundera


Esta semana me tocó acompañar a mi hijo Gustavo a inscribirse a su último año de preparatoria. Lees bien, acompañar, no llevar. Aunque fui yo quien condujo el auto y quien firmó los formularios médicos, académicos, sociales, en verdad iba como si fuera sombra. A los diecisiete años la mamá ya sobra. No quieres que nadie sepa, entre todas las que figuran en la cola, cuál es la tuya y hasta quisieras poder escogerla, cambiarla, mejorarla para que nadie asociara contigo a la real, la de todos los días. Tengo suerte, porque mi hijo se siente orgulloso de mí, o así parece. Se yergue a mi lado en silencio, la mayor parte de las veces que estamos en público, sin ocultar que soy yo, la única, la inconfundible madre que en el tono gris más pronunciado del sombreado que deambula a su lado por todo el plantel, lo acompaña.

Este año no pude sino recordar momentos bellos. El más tangible, el que de verdad “parece que fue ayer”, apenas, es cuando lo llevé al Kinder, de la mano. Gustavo era un gordito sonriente que fijaba sus ojos en todo cuanto se le atravesaba. Parecía que tocaba con la mirada al mundo, repasándolo cauteloso y atento, una y otra vez, para el tiempo. Le tocó estrenar su escuelita en Del Mar aunque nos ausentamos los dos primeros meses de ese año para irnos a México, donde impartí un curso para el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer -PIEM, de El Colegio de México.

La escuela, nuestro cosmos primigenio

La maestra, joven, entusiasta, nos recibió dirigiéndose a los niños y no a sus padres. Les daba la mano, intentaba hacerlos sentirse en casa, como si fuesen grandes. Gus demostró de entrada no ser un novato. Tres años en la guardería de UCSD, bajo el cuidado y guía extraordinarios de Trudy, su maestra, capitana de aquella nave activada desde el centro de operaciones Kid Pix, le valieron una gran seguridad. Desde entonces ya parecía que las computadoras eran su segunda naturaleza. Al primer contacto con su nueva escuela se detuvo en los libros el tiempo suficiente para darme a entender que estaría bien, muy bien. En nuestro caso, colegí desde entonces, no habría lágrimas ni trauma de separación. La escuela, era como una extensión de nuestras vidas o el cosmos primigenio. Gus nació en la Universidad de California en San Diego,UCSD, literalmente, en el hospital universitario, y había comenzado a ir a su guardería –La palma- el día en que dio su primer pasito.

Yo, llevaba casi toda mi vida en un plantel y no recuerdo año en que no haya repasado, por lo menos una vez, la anécdota del día en que mi madre me llevó de la mano al kinder, a punto de cumplir los tres, porque acababa de aprender a leer, con los monitos, y porque decía que me aburría en la casa.

Así que Gus y yo, yo y Gus, nos rencontrábamos, en aquel año clave de su quinto año de vida, en terrenos francamente familiares. Pues Carmel Valley fue, la puerta de ese recuerdo, con sus molduras coloradas y su estructura de castillo mágico.
Cuando regresamos de México, Gus, que ya leía de corridito desde los tres, se convirtió en el ayudante de su master teacher, la señora Dina Balfour.

Por años guardamos sus libros de letras y fonemas y sus dibujos. Uno está en el recuerdo, único, irrepetible; es aquel en que le pidieron que dibujara a su madre. El procedió. Me puso una cabeza grande, con pelo negro, apenas visible sobre la frente y la parte de atrás de las orejas. Cubriendo el cuerpo espigado me colocó una blusa de rayas y una falda ampona, como de bailarina de can-can. Los dedos de mis dos manos eran largos también, en forma de espaguetis. Al calce, una leyenda insólita remataba la imagen que, cual instantánea amorosa, se fijó en mi memoria. “My mother is six foot tall and writes books” (Mi madre, escribe libros y mide seis pies.)


Hace unas cuatro pulgadas me dejó

Ya no le parezco de seis pies. A mi modesto metro sesenta y dos Gus me dejó, hace unas cuatro pulgadas. Ahora me mira para abajo con la mirada dulce y condescendiente del hijo mayor. Me corrige el inglés, su deporte favorito; me invita, de cuando en cuando, a entrar en un pasaje de No Fx o a soplarme enterita Dinosaurs will die (los dinosaurios morirán). A veces me da por instarlo a que me revele sus aficiones políticas, o me cuelo en su cuarto para leer sus doodles (grafiteos), en hojas perfectamente detalladas que dibuja con letras pequeñitas que dicen, lo mismo que sus camisetas –que compra vía Internet-, inscripciones originales como “I am not weird, I am just different”, “Idiot savant” o “That´s okay, I live in my own little world”. Ese hijo independiente, circunspecto y pensativo, me recuerda, a momentos, a la jovencita del chaquetón de pana negro con el bordado a mano, sobre la bolsa izquierda “la vida es un blues”. Pero, casi siempre, lo encuentro original, diferente, en ese mundo que poco tiene en común con el mío, tan hábil hoy en las computadoras, como cuando rescató en preescolar el archivo que un compañero de salón había puesto por error en el expediente virtual de la basura.

Y no los aburro más evocando el martes que nació, en medio de un rebumbio de enfermeros e investigadores de biología molecular, porque se me ocurrió donar mi placenta para la investigación, por consejo de Linda, mi amiga bióloga, entonces mi compañera de apartamento, que hacía su doctorado en los laboratorios Firtel; ni cuando lo eligieron para el programa de niños superdotados –a vistas, comentó Sergio Pitol cuando le conté que los tomaban a prueba un año para ver si daban el ancho- pero luego mi Gus clasificó entre el 3% más alto de la escala. No contaré a mis anchas el episodio en el que obtuvo el premio a la olimpiada del conocimiento en su región -¡en Zacatecas!- con apenas dos años de estudios en México. ¡Para qué…! Si los mejores momentos han transcurrido a diario, en la asequible existencia de mi fanático de las computadoras que se prepara, paso a paso, para estudiar ingeniería; ese virtuoso del buen genio que todavía sonríe, aunque ya no es gordito, ni pequeño, ni requiere de mí para llevarlo de la mano a ningún sitio.

Individuales, más allá de todo estándar

Y no pude sino pensar que el año próximo irá solo a inscribirse; firmará el mismo sus formularios; se preparará a votar –republicano o demócrata-; obtendrá su licencia y conducirá su auto y su vida como mejor le parezca. No sé si he sido buena o mala madre, sé si que he tenido la suerte de ir a su lado, el trecho ya descrito. Nada de lo que él es hoy puedo adjudicármelo por completo. Los humanos somos individuales, mucho más de lo que quisiéramos. Tenemos nuestro físico propio, no obstante las características estándar de las que habla Kundera al aludir al tiempo de los humanos, en Ignorancia. Somos únicos en la mente, en la creación de nuestro espíritu, en la soledad de nuestros planes y aspiraciones. Mi hijo es un ejemplo entre millones. Así que quise compartir este momento grave con aquellos que vieron a Gustavo crecer, entre el trajín de la mamá soltera y la académica singular y renegada. De aquí para allá, entre congresos y veranos y cursos en el extranjero. Lo mismo en las playas de Almuñécar que en las pirámides de Cholula, o tristeando una tarde en Zacatecas, de esas muchas en que las vicisitudes del poder, que ni él ni yo digerimos muy bien, me llevaron a quedarme sin trabajo.

El tiempo pasa y hemos cumplido un ciclo. Otros vendrán con sus nuevos embates. Pero quise que sepan que su amistad y compañía han sido las piezas de este rompecabezas llamado madre. Muchas veces los amigos, qué digo, todas las veces, jugaron un papel decisivo. Por eso les dedico esta memoria, al garete, porque cuando uno vive y se percibe, además, en eso de intentar vivir intensamente, lo más bonito es compartir, contar… contarlo todo.

Monday, August 08, 2005

El viaje mítico, más allá de toda jaula

por María Dolores Bolívar


A Laura Rodríguez y Uriel Martínez, sin cuya compañía y constante entusiasmo y amistad la vida en Zacatecas hubiera sido un deshilvanado andar sin dirección ni cometido alguno…


Y por su amor a los libros y a las letras, que comparto sin límites, sin el más mínimo atisbo de duda…


Y a Severino y su carreta mítica y liberadora, descarrilada hoy que nos deja, sin avisar…



Cuento de Navidad

Conocí a Severino Salazar en uno de sus cuentos de Navidad. Lees bien. Nuestro primer encuentro no fue en persona, sino que lo hallé, di con él, caminando por el rumbo del mesón de la Mina, una noche de esas en las que el frío y las calles zacatecanas se confabulan, agazapadas en los textos, para motivar nuestra profunda reflexión.

Imaginarás que lo leí, palabra a palabra, su evocación de Rusti –fallecido muy poco tiempo después- fue mucho más que una invitación a recorrer aquella solitaria navidad –de tres que me tocó pasar, sin más familia que mis hijos y amigos, en la querida Zacatecas-.

Su texto me llevó de la mano por las calles de mi rutina de entonces. Severino, como nadie, disfrutaba Zacatecas sin ensoñación ni idealizaciones. De cada portón a cada memoria almacenada para el tiempo. Lo guardé, luego, en mis recuerdos. Imaginé que algún día lo encontraría y le invitaría un café para contarle cuánto había disfrutado su texto Danza Delirante.

No tuve que esperar mucho. Un septiembre, de tarde, camino a mi casa de la Rayón, paré en la librería Universitaria. Laura Rodríguez me comentó de la próxima venida de Severino. Me pidió que comentara su novela Pájaro vuelve a tu jaula, recién publicada por Plaza y Janés, y yo accedí de mil amores. Compartiría el honor con Mirtila García, Rosa María Campos y Uriel Martínez.

Una vez más, Severino aparecía, con sus imágenes familiares, esta vez presentándome la novela de unos niños que viajaban en carreta, cuál mítica odisea, de Tepetongo a Juanchorrey. La lectura de este texto fue, sí, una odisea real hacia las raíces mismas del terruño. Sin anclar de lleno en lo histórico y sin abrevar desaforadamente de lo mítico, cada detalle, cada giro en aquella travesía maravillosa de un grupo de adolescentes, aunque fatal, era más el viaje que un viaje.

La prosa bien cuidada de Severino era como una fiesta de palabras sin jamás caer en excesos. Pájaro vuelve a tu jaula dejaba una semillita de alegría (semillas de memoria) en sus lectores… que luego, al final, se nos quedaba en un vuelco de muerte… extraña premonición que no queremos hoy mirar sino con la certeza metafísica de que aquí, en este plano terreno, no acaba ni se resuelve nada…

La invitación a la que aludo fue un 7 de septiembre y para el 28, un viernes, conversábamos, luego del solemne evento en el teatro Fernando Calderón, en el bar El Paraíso. Es difícil extirparle a la memoria los momentos graves, intensos. Aquella noche, nos juntamos al salir del teatro Aída Martínez, Laura Rodríguez, Vicente Rodríguez, Uriel Martínez y Enrique Salinas.

Tertulia en El paraíso

Al armar la tertulia no sabíamos con qué celeridad nos enfrascaríamos en la típica charla que recorre, en pocos trazos y muchos tragos, las frustraciones, las grandes fallas administrativas, los indecibles fiascos compartidos, en todo, por todos, contra el tiempo. Al final Uriel sugirió que iniciara yo una columna humorística fuerte contra lo que criticábamos y sugerimos, entre varios, que debía llamarse La Ruda, la planta milagrosa que nos evocó aquellas semillas de alegría que atesoraban los muchachos de Severino, esta vez, los de la novela que acabábamos de comentar.

La velada terminó con Aída cantando rolas zacatecanas antiguas, con su maravillosa voz de soprano, sí, sí, ahí mismo –¿uno diría literal El Paraíso?- entre las que se me queda yo tengo un ejido sembrado y florido y una casita blanca… Y están mis amores cubiertos de flores en una linda barranca… Si vieras a los maizales, como se mecen contentos, moviendo sus cabezales, al son de todos los vientos…

Luego de beber y brindar hasta la media noche, nos preparamos para irnos, al día siguiente, a Jerez. La visita esperada, de a tequila de por medio (al final el café brilló –o aromatizó- in absentia), se había hecho realidad.

Y bueno, momentos así se quedan para siempre. Hablamos de los edificios, del magistral trabajo de cantera, de la presencia de manos cantereras sin par en la historia y el tiempo. Caminamos de cabo a rabo la ciudad para acabar en una marisquería, sacada de otras geografías –las frescas aguas de la costa sinaloense-, donde comimos los mariscos más frescos y sabrosos de todo Zacatecas -¡En Jerez!-.

Esta carreta de Jerez a Zacatecas

La nota alegre la dieron las alumnas de la escuela de Humanidades. Habían solicitado un envío de libros que no llegó a la hora requerida. Se sintieron tan desoladas las jóvenes universitarias que acordaron hacer una lista con los nombres de las que habían pagado su ejemplar y, junto al nombre, la descripción somera que le sirviera a Severino para dedicarles el libro con algo más que sólo su firma.

Antes de dejar el recinto de la presentación en Jerez, las chicas desfilaron para que Severino las conociera y retuviera, en la medida de lo posible, el rostro y el nombre, juntos.

Ya a punto de irse a México Severino cumplió con las solicitadas dedicatorias y lo hizo en una insólita y divertida sesión de firmas en las que corroboró que cuando la gente ve firmando libros a un autor, quien sea, se acerca para comprarle el libro. Eso porque todos tenemos cierta fascinación por los autógrafos, dedicados a nuestra persona. Así que Severino, siguiendo el guión de las alumnas, escribió las dedicatorias, personalizadas. Fue una interesante manera de pasar la tarde.

Ahora Severino ha emprendido la travesía en carreta hacia otro plano de vida y de creatividad. Su recuerdo nos llega con la tristeza de no haber tenido ni idea de la enfermedad que lo llevó a la muerte el domingo 7 de agosto; de que serían aquellos días, pasados en la algarabía de un par de tardes y veladas, tan salidas de la rutina, nuestro último encuentro terrenal.

De alguna forma extraña esa carreta en la que nos trepamos –que eso fue aquel autobús que nos llevó de regreso de Jerez a Zacatecas- para dar el último recorrido que daríamos juntos, sin saberlo, se descarrila hoy para enfilar, sin rumbo, hacia la amistad que trasciende los tiempos y los momentos finitos. No lo olvidamos, Severino. Repasaremos en tus páginas, en tu tremenda producción creativa, todo aquello que nos dejaste, para el tiempo de acá, para los días sin juicio que siguen al reloj, indefectiblemente.

A los amigos que nos quedamos, dentro y fuera de México, el más sentido abrazo, con la certeza de que nos encontraremos en el recuerdo feliz de haberlo conocido y contado como un amigo más, como un amigo único.

¡Un brindis emotivo por Severino, el escritor, el zacatecano, el tepetonguense/tepetongueño, el amigo!

Monday, July 04, 2005

Murrieta en tierra propia

por María Dolores Bolívar


les maisons y sont si hautes, qu´on jurerait qu´elles ne sont habitées que par des astrologues
Montesquieu


Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
talvez un jueves, como es hoy de otoño.
César Vallejo



I Acaso cronicar es contar o vivir comme il faut

Conocí a Manuel Murrieta hace años, tal vez más de los que recuerdo. Desde el primer encuentro en el desierto de Tempe (nada desierta ciudad que se desdobla a la más mínima curiosidad, sobre todo cuando la abordas desde el portal de un diario en español del mercado yaqui de Guadalupe, Arizona) me convenció su pasión por el periodismo, traída de otras vidas. Manuel pertenece a esa rara estirpe de periodistas de verdad, que asumen su papel de informar contando, pese a todo, lees de verdad todo, lo que contar implica.
Desde las páginas de El Observador, seguramente también por la entrañable amistad que lo une con quien fuera su dueño, me convenció a escribir semanalmente para sus páginas interiores de Cultura, tituladas ya CulturaDoor. No supe lo que prometía, cuando lo hice, y no bien rindes la primera entrega te urgen ya con la siguiente.
La temática fronteriza y bicultural de aquellas páginas y el entusiasmo de Manuel compensaron mi esfuerzo inicial. Pero luego fue el esfuerzo en sí mismo, inspirador emocional y terapéutico; puntual afán al interior de mi cubículo donde, de otro modo, no pasó mucho más que la metódica abyección de una rutina improductivamente eficiente.
¿Quién me iba a decir que años después sobreviviría haciendo lo que aprendí, de ese modo -que no era sólo escribir, editar o corregir líneas cuyo mensaje, ya pulido, parecía decir quería decir-?
En CulturaDoor aprendí, más fácil dicho que vivido a pulso o a teclazos, lo que es la presión diaria o semanal del periodismo versus la modorra académica; el responder a gente que sí lee –y hasta desmenuza lo que escribes- sin permitirte la tregua que da el que tus palabras corran tan solo el privilegio de empolvarse, olvidadas, en anaqueles o atiborrados cajones o cubículos que ni su propio autor vuelve a leer jamás.
Cuando en la redacción de Imagen lidiaba con un promedio diario de 7800 palabras, entre las secciones de Cultura y Opinión, declaré a Manuel mi entrenador periodístico –suerte de coach- avant la lètre.

Acabo de buscar cronicar en El diccionario de la real academia española y recibo la respuesta estándar “la palabra cronicar no está en el diccionario”. Entonces se me antoja decir que Manuel la inventó y que me gusta para conjugarla en regular terminado con ar.
Porque cronico, cronica y cronicamos, esta vida cronicable, croniquera, encroniquada. Trabalenguas para la historia, el cronista cronica sin que la crónica deje de dar cronicables momentos dignos de la más croniquera encronicada. O ganador de crónicas cronicables.
El que logre cronicar lo incronicable será un buen encronicador. Y qué tal si en lugar de irse de juerga, irse de crónica o en vez de parrandearse, encronicarse.

II Dicen que cada ser humano le merma cien árboles en su vida al planeta

Junto al tiempo descrito se apilan los textos aparecidos en papel delgadito. No todos son buenos ni todos contables. Si se midiesen en papel las vidas, algunos de entre nosotros justifican -¿justificamos?- más que otros, con creces, los cien árboles que cada ser humano merma a la naturaleza, según cálculos, puntos suspensivos.

Cuando corrimos la fortuna de organizar el Simposio de Cultura Popular Mexicana, en Arizona State University, Manuel y David fueron las almas contables, contantes y sonantes, más laboriosas y reales. A ello se sumaron, no sin aplauso, las veleidades de Brianda Domecq, enfrentada a un furibundo Leonardo Richtel –mano a mano- que conocía la trayectoria de la Santa de Cabora –personaje de una, paisana y heroína del otro-; los cabeceos de Volek, mientras se presentaba Sergio Pitol, y viceversa; la riña consabida entre quienes desean el sitio preferencial en todo cuanto se organiza, pagado de contado, en fajos que ni los narcos.

Una tarde, atribulados por el quehacer agotador que genera una actividad como esa, Manuel se me acercó para anunciar que afuera del salón –nos reuníamos solemnes en el elegantísimo Museo de Arte de la Arizona State University, Tempe- hallábase, furiosa, Fidelia Caballero.
Imaginaba aquella sonorense riogeña y chapeteada –de gentilicio sanluisriocoloradense- que la audiencia sería, según tuvo que referir Manuel, multitudinaria, masiva, así que, reclamando fueros, avisaba que no habría de presentarse sino con cien asistentes, por lo bajo.
Aquello me llevó a contar, pausada, a los diez adormilados oyentes de la última ponente de la mesa, que pareció avivarse con nuestros sordos cuchicheos, pero Manuel, supe después, ya le había dicho a Fidelia. “Pues ya quisiera yo una audiencia como ésa, Juan Villoro, yo [Manuel], de los pocos que hay ahí, genuinamente interesados en la literatura.”
Ignoro si el efecto que tuvo en mí aquel comentario influyó en que Fidelia no cumpliera su amenaza. Al final, los tres simposios que sumaron la fase esa de nuestra proeza promotora de las letras en el extranjero no quiso ser superada, por nadie.
Peo vinieron, eso sí, más vivencias que cronicar, de índoles varias. Junto a Améxica, las tertulias de Tempe y el Simposio, surgieron Imagen, La Llovizna, Olas Civiles. En Zacatecas, nos presentamos en equipo, con una audiencia impecable que abarrotó la galería, donde, en circunstancias semejantes, con otros de protagonistas, no se pararon ni las moscas.
Y allá fueron Manuel, Leo Cervantes, David Muñoz, Orbis Press. Cronicazos su llegada, en caravana, desde Phoenix hasta Guadalupe, Zagatecas, pasando por Durango y Sombrerete.
No darían estas genealogías para imaginar más posibilidades geográficas y lúdicas ni los caminos seguidos hasta Hermosillo, hace un par de semanas, donde ni nos olimos, David o yo, que Manuel estaba por ganarse el premio del libro sonorense, mientras taqueábamos la primera ronda de tres de asada, averiguando, entre cosas de menor importancia, si con tortilla de harina o de maíz.

III Ojos de sonorense

Son pocos los textos que leemos en la vida y que nos inspiran la gana de decir que nos habría gustado escribirlos, o que dicen lo que a nosotros nos habría gustado decir. Tal vez por eso no recuerdo qué fue primero, si la torre de Eiffel o la de Murrieta; la vista por dentro, desde las tribulaciones de Gustavo, su inventor, o la que luce contra el cielo para deleite del río de turistas que se avalanza a diario, a Sena traviesa.

Verán, pasé una corta temporada en el 32eme de uno de los edificios del conjunto que rodea al Hotel Nikko en París, en el Quais de Grenelle, a una salida del metro que lleva a la tan célebre y puntiaguda estructura de metal. Cada mañana, desde mi studio aérien, irrumpía, café en mano, sobre el recogimiento parisino. Otros, en mi lugar, se habrían sentido afortunados y hasta poderosos. Yo me sabía una verdadera intrusa, atreviéndome a ver a París de arriba abajo, con irreverencia y desafío. La altivez posmoderna de aquellos rascacielos desentonaba, además, con la ceremonia amielada de la Eiffel, hasta ese año única vigía impasible de las mansardas y azoteas del Trocadéro. Afortunadamente no alcanzaba a verla, orientada como estaba hacia el puente Mirabeau. Me habría resultado insoportable enfrentarla, dame historique de Paris –el símbolo mismo del cambio de milenio-, de tú a tú, desde mi ventanal, semipolarizado, con tan solo una endeble armazón de metal, en color plata, de protección contra mi mal de altura.
Al menos tuve el privilegio de compartir, tan inconcebible experiencia, con Louis Chevalier, quien publicaría su libro L´assassinat de Paris, al año siguiente 1977. Aquel enérgico professeur, d´avant le soixante huit (de antes del sesenta y ocho), lamentó conmigo, su alumna, el afeamiento arquitectónico de la ciudad que Montesquieu alcanzó a cronicar, a escala humana, desde abajo –comme il faut-. Y, muy pronto, me mudé a Passy, a un tercer piso interior, donde unos días de pleitos de concièrge bastaron para constatar que París seguía siendo, en el nivel habitual y apresurado del rez de chausée (al ras del piso), la misma ciudad que todos anhelamos devorarnos.
Pues desde entonces, hasta hoy, no había vuelto a recordar Grenelle ni las alturas de sus rascacielos. Es más, por primera vez confieso, salvo a través de la crónica de Manuel, jamás entré en la torre leyenda de mi los-entre-siglos-y-entre-los-milenios.

Sí, sí, viví París en dos ocasiones preñadas de maravillosos momentos y he estado ahí de visita muchas más, pero nunca cedí, como lo hizo mi paisano, a la tentación de hacer la largúsima cola que requiere ascender por la estructura metálica, eternizada por Eiffel. Tuvo que ser Murrieta quien activara esos hilos –enjambre de cables- hoy curiosa invocación que va desde mi breve residencia en Grenelle y el no haberme dejado seducir por los interiores de la tour – cual en un guión escénico- hasta Gustavo Eiffel, al tiempo en que imagino que recibe, según cuenta Manuel, uno de los primeros fonógrafos de manos de Tomás Alva Edison (sospechoso de haber nacido en Sombrerete y no en Ohio). Pues muy bien podríamos redimensionarnos todos -conectarnos- en una divertida crónica cuya protagonista indiscutible siguiese siendo la Torre de Manuel –que para algo sirvió al fin- vista minuciosamente por dentro.

Yo, que me precio de conocer París como la palma de mi mano, necesité a Manuel –ojos de sonorense- para conseguir, por fin, el cara a cara con Eiffel, Edison y la Mata Hari, de pilón… y que todos apareciésemos bebiendo vin chaud en el sueño que Verne le confió a Murrieta, como de oreja a oreja, acabadito de salir de su pluma –la plume mítica que solicitaba anhelante Arlequín al buen Pierrot, al claro de la luna- cronicadora de sueños.

IV Te llamarás Manuel

No he leído sino unas cuantas páginas del libro ganador La grandeza del azar-Eurocrónicas desde París. Eso sí, debo presumir que las conocí en plena hechura, un poco menos que contadas de viva voz, a través del correo electrónico que conectó a su autor, aunque muchísimo menos que de habitual, con sus amigos de todo el mundo. Fue así como me enteré, en Zacatecas, de su paseo al Vaticano y de la divertida manera en que relata haber visto al papa, en medio de la mayor muchedumbre que ha debido rodearlo, a Juan Pablo Segundo en miniatura, colocado en el mítico balcón que da a la Piazza di San Pietro.

Y es que la crónica, para Manuel Murrieta, es sistema de vida. Hacerla conlleva una manera de ver, de registrar los datos, a cabal precisión, para luego elegir cuáles y cuando contarlos. Tal vez por eso el París de sus páginas resulta que se entrevera con el París personal, visto y sentido; ese que nos descubre al patriarca peruano o a la Madame Dicure, asilada eslovaca; el que nos lleva a imaginar la ducha al final del pasillo o la escalera oscura de camino a la chambre y la chambre misma, medible de pared a pared a la extensión sencilla de ambos brazos. Manuel revive en su manera de contar lo visto y lo no visto, depositando en nuestro afán viajero aquello que despierta en cada una de las ventanillas del recuerdo que haya podido parecernos propia… junto al deseo de regresar a fijarnos mejor o a hojear, esta vez sí, aquella insólita revista de latinos que anunciaba mudanzas, envíos monetarios a Argentina o sitios para matar el hambre con causita peruana o papas a la huancaína.

Lo que me pasa con cualquiera de los textos de Manuel es que los recuerdo como si hubiera estado en ellos, metida, de testigo. O estuve, sin saberlo, a efecto de vidas que parecerían por fuerza antecedidas de la magia ancestral de la palabra.

Eso sí, jamás vaya a ocurrírsete cambiar un nombre o equivocar la fecha… Sin acordeón ni nada, así nomás, por el gusto de recordarlo todo, para contarlo, cual si el azar en su grandeza insólita, antecediese, con su debido valor regenerativo, a toda vivencia, a todo texto, a la historia que contamos y que nos contamos.

¡MUCHOS AZARES DE ESTOS, MANUEL!

Monday, June 27, 2005

De político a mesías

por María Dolores Bolívar


El presidencialismo mesiánico ya renace en México. Será en julio cuando el fervor entre en su punto máximo. Y todavía no sabemos, bien a bien, si esto es acto político o aparición.

Lopezobrador, lopezobradorismo, lopezobradoristas. Acabamos de dar en México con un mesías nuevecito, recién salido del paquete.

“Si me sacas de pobre, niñopita, voto por ti.” Ya se aprestan las mañanitas y las cuelgas, por una concesión de taxi o una plaza permanente en gobierno. “Mis vítores y cantos si se me hace una chamba de jefe para arriba.”

Y el mesías, asume con buen juicio la regla de no compararse con el anterior, ni de creerse más chiquito que el próximo o los que vendrán. El mesías goza de su breve reinado entre la feligresía, llamado a sanar, salvar, dar – ¡qué digo!- a convertir piedras en panes y jarras vacías en abundante fuente de vino.

Hace seis años ese altar lo ocupaba Vicente Fox, Chente. Un poco más atrás fue Marcos. Esto del niño salvador no es metáfora ni caso aislado, es práctica de vida, acto de fe. Al niño en turno lo tomamos desnudo, como del nacimiento; lo vestimos y acicalamos para ir con él de casa en casa, prodigándole mimos y cuidados. Si nos resulta renegado, lagartón, ingrato, le perdonamos todo y alardeamos sus buenas intenciones cual si fuese hijo de sangre.

¡Sosiégate, aguafiestas!

Debo ser de la pasta de mexicanos que no se entusiasman con nada, la ventisca soplando en días de sol su nubecilla temporalera. Pero no piensen que voy a repasar historia, apenas acudir a la última intentona de vestir mesías presidenciable para luego depositar en tan suprema alteza nuestras golpeadas esperanzas.

No hay que ir hasta Morelos, al cura, a Madero… al tata Lázaro … si Fox iba a salvar a las madres solteras de la ignominia del abandono. Fox juró erradicar violencia, pobreza, hambre, desigualdad. ¿Chiapas? “¡Denme quince minutos! ¿La ciudad de México? El puro mundo –seguro y feliz- diligente y prendido de la chispa –de- la- vida.

Tan sólo en ese microcosmos del campo mexicano que es Zacatecas, en donde la muerte del ejido antecedió -vaya infortunio- el feliz alumbramiento de la democracia foxiana, la gente se volcó en pro del guanajuatense. La simpatía que despertaba no tenía lógica, la llamaron “voto útil”. De todas partes, corrientes y partidos llegaron cartas, comunicados. Fox, el mesías en turno, viajaba en andas, para banquete de los corresponsales extranjeros, alabado a voz en cuello por muchedumbres de toda la república mexicana.

Balance en rojo

Hoy más que nunca, seis años después, los hombres del campo se van, cierran sus casas, postergan sus afectos, sus sueños… salen en vans, en autobuses de línea, en coches y camiones de redilas… los dejan en la frontera, donde inicia la trama del presente. Fracasaron los microcréditos, la changarrización, los programas de madres y niños de la calle. El éxodo es apabullante, sombrío, conmovedor, indignante. De cada municipio parten, con distintos rumbos, cierran escuelas, dispensarios, centros comunitarios.

¿Sorprende? ¡No! Durante años toqué puertas, de casa en casa, por todo Zacatecas. Con gran frecuencia encontré mesas vacías, salas abandonadas, familias incompletas… Mis vecinas de enfrente eran dos viejecitas cuyo negocio de abarrotes simbolizaba su último contacto con la tierra. El resto de su día transcurría entre la sala o la recámara de casa y Chicago; entre los meses de feria y Los Ángeles. “Mi padre, mi hermano, mi cuñado, mi sobrino…” enlistaban con facilidad a sus ausentes aquellas diligentes ochentonas mientras sumaban sobre un añejo apunte el precio al alza de la sopa, el jabón, los refrescos, los tarros de salsa o mayonesa.

Un puente imaginario que se extendía hasta Utah sacudía cada agosto la realidad del sastre que tristeaba el resto del año en su local de la plazuela del Vivac. El sastre de mi cuadra se sostenía vendiendo mochilas, pasadores, medias, cosméticos que sus parientes le envían de acá, desde que el negocio se puso flojo. Se le fueron los seis hijos, las nueras, los nietos, las nietas, uno por uno, cada cuál con su derrotero y su esperanza.

¿En dónde se nos quedó el futuro, si tantos se han ido?

Muchos de Lampotal, de Veta Grande, de San José de la Era, están en Estados Unidos. Se van para sobrevivir. Cuando empiezan a enviar remesas a sus familiares el gusanito de salir se va esparciendo entre los que se quedan. Si hasta parece que acabarán por irse todos.

Por eso ahora, entre los de acá, el tema también es Andrés Manuel López Obrador, el Peje. Sobre todo desde que lo entrevistó Jorge Ramos. “Pasó después de La Madrastra”, presumió Reme, su hijo se lo grabó en DSL. Ahora Reme ya pide que llegue López Obrador y testimonios de su milagrería circulan por Vista, Fallbrook, Rialto, Murrieta. Este mesías con rostro de pez y cola de lagarto le puso una pensión a la abuela del Cuco; le arregló su asuntito a la tía de Francisco, le dio trabajo al suegro de Adelina.

Una maestra de literatura me lanzó tremenda retahíla porque no muero por López Obrador. Una vieja compañera de la escuela me increpó con furia luego de que puse en duda los poderes de AMLO. El embrujo es genérico, generoso, generador.... Muchas capitalinas ya ven en AMLO al santito que las sacará de la inercia, el desempleo, las deudas, la soltería, el abandono. AMLO para el mal de ojo; AMLO para el empacho; AMLO en lavanda para atraer galán; AMLO de cabeza para que el casero no les suba la renta.

Y el soltero AMLO embarnece en su nueva realidad de ídolo, de líder excelso. Ya sueña que es Madero aunque sin lema, Flores Magón, sin causa, Cuauhtémoc, sin herencia ni karma. Se jura reencarnado del juarismo y del antiimperialismo de tiempos de Maximiliano. Pero, sobre todo, bautiza, confirma, casa, descasa, toca y sana a quien acude a sus públicas sesiones milagreras.

Pa' luego, para las vacas flacas de nuestras fantasías, dejamos el análisis, la crítica, el desencanto. Por hoy, nos aferramos al plano de los aparecidos, la Nirvana de los llamados a dividir el territorio en dos, como quien divide las aguas de nuestro campo muerto. Ave María San AMLO, señor de Macuspana, niñopita milagrero de la Chontalpa, Amorcito corazón, corazón, corazón de la mismísima patria mexicana reencarnada en una damisela querendona y cantarina que habrá de llevarte en andas, hasta la presidencia mesiánica de la patria mexicana.

Como en las mejores películas de Pedro Infante, porque lo demás son puras telenovelas…

Saturday, June 18, 2005

Imaginomios

por María Dolores Bolívar


Para desamodorrar audiencias, romper con la linealidad e incitar al proceso creativo



Es urgente destruir ciertas palabras
Odio, soledad y crueldad.
Algunos lamentos.
Muchas espadas

Eugenio de Andrade



Definición: Imaginomios es imagen-testimonio. Siempre se vale contar a tu manera, porque eso es contar. Los relatores nos heredaron poder y don. Gabriel García Márquez lo coligió al cabo de varias novelas y apuntes para una autobiografía. La vida no es como la vivimos sino como elegimos contarla. Las páginas no se emborronan nomás para decir sino para aprender a ver, en sintonía con el que ve, con el que vive y vibra lo que ve y luego hasta se atreve a compartirlo.



Vayamos al contar

Hermosillo tiene algo más que todas las ciudades del planeta. Ya dije que otros inventaron ciudades ficticias, como Macondo, porque jamás anduvieron la Rosales de acá, a pleno sol de junio. Y no me digan que no fue aquí que se inventó lo de irse por la sombra, hacer sombra, a la sombra…

En Hermosillo me siento en casa. Nada tendría de extraño, es mi casa. Pero se sienten en casa, igual, los visitantes, como si el círculo se ensanchara al recibirlos, a manera de abrazo.

Yo, por lo pronto, me regodeo en este calor de hogar; bajo este sol recalcitrante que calienta sin quemar (eso se lo robé a Alonso Vidal, o tal vez fue a Ismael Mercado, que no varía, ni un ápice, su capacidad de solemnear, lento y tendido, sobre el espacio que lo escucha sin parpadear).

Pero tomemos a este toro por el principio

Salgo del limbo del viaje entre aeropuertos –de Tijuana a Hermosillo- sin escala ni contratiempo- para encontrarme a Sylvia, como si fuese ayer que dejamos de vernos en persona… porque Sylvia Aguilar Séleny es caso aparte en esta especie humana que se comunica lo mismo vía Internet que al aire, en vivo, en persona, en el marasmo de las instituciones. Ella nos cuenta que Piporro es Dios, pero ay… interconstancias de esa Sylvia remix que es puro diosa vengadora y sublime. Si no pasó de diez minutos pa´ que trajera a mi apretada agenda a todas las amigas, a todas, absolutamente a todas. Gaby González, Maria Antonieta Mendívil, Rita Plancarte y, la Dolores (que ni falta hace mentarla del Río), mi tocaya estelar, de quien empiezo ya a contar los éxitos, proemiando que es ella la Dolores mientras yo soy una de entre el resto de por lo menos diez millones de tocayas… Ésela la Sylvia… a cualquiera del éxodo va y lo rescata con una sola de sus dos manos.

A punto de ingresar en el círculo estrujador del terruño, descubro que acabo de viajar por los aires desérticos de mi presente, sin enterarme, junto a la Flora Calderón y el Pancho Morales –crema de doble nata-. ¡Qué tiempos estos del olvido instantáneo! O habrán sido los años y las canas… el sombrero, las pulseras que Flora se quitó en su nuevo yo… Pancho que ya no es el galanazo que era, aunque nos lance esos mismos fulminazos (juro que existe la palabra) que ahora le regala al mar de Rosarito, o a la única anglo-hablante comedora implacable de chipotles, de a cucharada, con el registro insólito de sus dos claves… y el sombrero que es.

En todo caso, el epicentro de Hermosillo acaba de ponernos a Ensenada, Tijuana, Rosarito y hasta la mera punta de Tecate… en frente…con otras muchas canas más y la añoranza de algún tequila reposado, candente, para encontrarnos… va de nuez, en mi ciudad de cruz de neón, aunque los años y los tragos se conviertan en coche calabaza y el reposado en ese bacanora de fuego que me eché, como si nada, poco antes de acabar en la silla de Flora y con Rafa Saavedra en las piernas ¡vaya chahuistle!

Sólo al Savín –suerte de Midas solitario que toca trozos de oro y los convierte en palabras- pudo ocurrírsele guardar la fe de que vendría, en viaje casi cósmico, interrumpido por un largo paréntesis en Zacatecas… Dije El Savín o dije Jeff Durango o Raúl Acevedo. No son tres, son uno, único, también en su tipo y oficio prestidigitador de encuentros.

Y algo pasó, pues esa fe constante dio para más. David Muñoz y yo y Manuel, que no se sale de orbis, ahora metido hasta la cabeza en el oasis poético. Más los de lejos y de cerca, de por allá y de por acá –faltó Saúl Cuevas- atiborrando las tarifas económicas de Aero California y cuanto vuelo, digo, porque llegamos de por todos lados, literalmente, desde Fadanelli land y un séquito traído de la capital, hasta la mera Moravia, Sri Lanka y creo que Sarajevo, de pasada.

Y sonorenses, afables, cariñosos, expresivos y tiernos convocaron –invocaron- a escritores, periodistas, aficionados, hacedores de canto, bailarines, troveros, compas de magia, antropólogos, gigantes, trompetistas, el de las congas y las sopranos, en opereta poética, con sus respectivas parejas de voz, de cante hondo, a la de acá.

¡Caray! Esta Sonora suena a sonora realidad, la suficiente para cargarse de energía y seguirle, por allá, en el exilio que duele menos cuando se sabe que hay un punto tan digno de llamarse casa.

Y vayamos a más hechos

Horas de junio, que comenzó a manera de patín soñador, de vamos a brindar por la poesía. Se defiende, gracias a la persistencia de Daniel, de Ismael, de quienes nos visitan desde el cosmos, Villa, Volker, Abigael… tan sólo porque la poesía no se puede dejar avasallar por nada… ni siquiera por el trajín que a diario nos impide dedicarnos a lo que más nos gusta… que no siempre se puede.

Horas de junio ya lleva trayecto, historia, peso, resonancia…


Eso sí, el premio mayor, la mención principal, la llevan los asiduos a ser, en comparsita, sin que nada ni nadie nos lo impida. Alejandro Aguilar Zéleny, Paco Luna –que no es ni lunático ni de la luna, aunque se esfuerce y se enfurezca ahora con el bastón de mando, arremetiendo a voluntad- Paco de siempre y de otras vidas, cuyo encuentro fortuito en ésta, tuvo que ser en El Seven, en el 87, la primera vez que vine al Kino, yo de visita, y todos discutiendo la transculturación y las fobias teoricopráxidas (cualquier palabra inventada cabe en esa boca legendariamente teórica) de la insólita Paca Perús y su exmarido desalmado.

Con Paco –ya entrados en el tiempo y sin la Paca- persiste la infinita sensación de haber estado siempre, tal vez porque estudió en la misma calle donde yo, años antes, nací, para aprender a ver, a oler, a transgredir.

Ya me olvidé la de coloquios y encuentros que siguieron, entre Tempe y Hermosillo, de Ensenada a Hermosillo, con el Kino a manera de testigo de honor –aunque le hayamos chaqueteado con el Gándara y el hotel cinco estrellas de malpaso –porque de que se dan…- ese de junto al Centro de Artes, que ay señor… ya me olvidé, decía… de cuantos van, para apuntarlos todititos en un compendio de encuentros divertidos, sentidos, querendones. ¡Si hasta hubo un año de suspiros por Seymour Menton con todo y la antología del cuento mexicano! Y los de Juárez y las de El Colegio y un montón de recuerdos y de nombres que luego ya no son recuerdo de tan viejos.

Y claro, hay que pensar que vendrán otras diez tandas de horas, para cerrar el círculo cabalístico con la nada cabal certeza de que así nos seguiremos a otras vidas y a otros cosmos, con la fiesta y las letras y las apariciones y los trajines de organizar encuentros y coloquios, tan solo por el gusto.

Imaginomios, manicomios, binomios, trinomios, testimonios, plurinomios… estas memorias deshilvanadas y celosas, quieren rendir homenaje al momento -desde el primero- a lo vivido en pasión por las letras y el gusto de escribirlas y retorcerlas y verlas en impreso, aunque nos cueste sangre… y que Murrieta (Manuel eres y Manuel por nombre llevarás) siga patrocinando en línea y en papel nuestros desmanes, los de él incluidos, y alguno que otro descolón –que colados los hay y sobre todo olvidadizos-, que siga el chorro de desmanes imaginativos, creativos, transgresores, de dentro y de afuera del círculo.

¿Qué nos llevamos en el morralillo, esta vez…? ¡Abreviemos!

Nuevos amigos y paisanos (que los paisanos siempre ocupan un sitio más altito en el corazón). Viejos amigos y viejos paisanos –que a muchos ya los mencioné y demás-. Así quedan los nuevos para el broche de oro que ya reclama su lugar en este espacio –y sin ofender a los que se me escapen… Rafa Saavedra, el primerito –sí, sí, aquel chahuistle de las piernas justo en la silla de Flora- y Omar Pimienta –segundito but not least- (con quienes también compartí avión sin conocerlos pero que nos hicieron el desaire a varios, cuando se fueron a beber y a dormir por ahí de las doce del viernes), José Luis Martínez (a quien le debo la recuperación feliz de mis lentes perdidos y de una que otra memoria de Perú y de la mesa, su mesa, que queda por contar en una entrega aparte)…

Rubén Rivera -nunca falta un paceño- que fabricó el poema que pedí, rebasando, con mucho, las virtudes del anagrama y que se trajo en la sonrisa todo La Paz junto con algunas memorias colectivas de las lunáticas de por allá.

Silvia Brandon, la bailadora de jarabe tapatío cubano a ritmo de mambo… cuya amistad me fue entregada antes de La Rosales donde buscamos juntas La Abuelita, para desayunar.

Daniel Camacho, que me llevó de la mano de la prensa que añoro conocer mejor y a la que busco siempre para compartir mi voz, entre los míos. A punto de fumarme mi antepenúltimo cigarro.

Y para otras entregas que vendrán se me queda la taquiza con Manuel y David –de a tres de asada por cabeza, ¿o fueron cuatro?- repasando amores y odios, confiancillas, pasiones y recuerdos de la vida de Tempe, desde el hoy, por encima, por abajo o por cualquiera de los cuatro lados pero fuera de los círculos del poder.

Y se queda la comida en casa de Graciela y Graciela y Julieta y el compa de Coahuila –con quienes compartí el taxi después del bacanora y antes de que acabara de salir el méndigo camión- y el Santo, que libra el estelar –aunque de enmascarado anónimo- en la posteridad de mis imaginomios de después.

Hay que dejar pa’ luego los detalles sabrosos, como el abucheo al chilango, Carlos Impopular Martínez Rentería, cuyo nombre aparecerá, lo juro, al pie de su fotografía ¡conmigo! –mi regalo para la posteridad-. El peinado especial, estilo punk que fue tema nocturno; la mención a la doña presidenta del club de fans de la revista Regeneración, en San Luis Río Colorado –perdón hasta San Luis Río Colorado- cuyo nombre pasa al registro, ya de por vida, como Librada Caballero, alias Fidelia, Fidelísima (¡ay de Martínez Rentaría si alguna vez llega a llamarme Angustias…! Que saque el acordeón y no ponga los tragos de pretexto).

Y para luego dejo el estelar de Paco, Luna otra vez, blandiendo su bastón contra quien fuera… y antes de abandonar el escenario con dos sabios y renombrados autores pendientes aguardando turno que, neta, no escuché.

Esperemos que lo que se genere y regenere sean estos encuentros –que previos los habrá vía el papel y las pantallas luminosas- Por ahora les digo hasta Las Undécimas Horas de Junio en las que, porfas, el homenaje sea especial, multiplicado, para todos los que han hecho de Hermosillo, imán de junio.

Horas de junio como las horas que se cuentan de a dos o de a diez. Horas de junio para que todos sepan que fue aquí que se idearon, sonoras, señoras horas, horas de todos los de casa, porque sin ellos no habría nada más que un desbalague poético sin su epicentro cálido, caluroso…

Y como por tema y cantaleta diaria yo cargo a la frontera, de mi lado residencial… aquí declaro el límite de todo lo soñado y esperado. Que solo aquí, en Hermosillo, puedo decir aquí nací … como nacimos y nacieron estas horas… y aquí mismo escribí, de puño y letra, tremendo pie verboso para estos imaginomios, como insomnios que habrían podido ser anagramas, deuteronomios, ¡demonios!

¡Por la pura gana de escribir y recordar o recordar escribiendo o recordar que escribimos y que escribimos recordando que escribimos!

Imaginomios (hay quien siempre se atreve):


Dios dijo: “Hágase la distancia” y pintó una raya.
Los hombres dijeron: “destrúyase la distancia” y pintaron otra para crucificar sobre las dos a Jesucristo.
Jesucristo resucitó:
¡Vivan las rayas!
Entonces la vida se volvió ladrido y cacareo,
Hombres pulpo, pelota y payaso.
Pero sobre todo risa,
una risa grande, llena de dientes;
una sola alegría subiéndose la falda para enseñarte los calzones.
¡Mi frontera es esa!

Rubén Rivera

Frontera falo.
Robo de identidad.
Olor atávico.
Nacionalismo errado.
Tantas lágrimas…
Empieza el martirio.
Ramillete de espinas.
América violada.

Silvia Brandon Pérez

(epicondena trasnochada de luego de la llegada final de los del camión, a puro grito y mandándose a la verga, ya entrados en alturas) Flora Calderón no cumplió su promesa de donar un anagrama, poema o lo que fuera, para el grafitti de una barda de lámina de acero reciclado o de fronteras como espejo, en proyección futura. Nos la debe para CulturaDoor, ahora en exclusiva.

Cuando amanezca, si amanece, todos irán a Guaymas. Yo vuelo pa´ Tijuana y a casa, vía Otay de lámina o minute…

Así que esta crónica, literalmente, se queda sin final...

Wednesday, June 15, 2005

Color Coded. La lacra del racismo ancestral

por María Dolores Bolívar


En inglés se dice que tiene el pie en la boca quien profiere imprudencias y Vicente Fox lleva en la suya la bota vaquera número quince que calza con denodado desparpajo. Pero enfoquémonos en el tema del racismo expresado en aquella frase desafortunada de que ni a los negros les gusta el trabajo que hacen los mexicanos en EEUU. Asevera Fox que fue malinterpretado y se niega a asumir culpas. Su discurso boquiflojo e antidiplomático no le hace olas en la conciencia.

No cabe, pues, imaginar que colija, el señor presidente, que no sólo injuria a ciudadanos de otro país, con las que juzga benignas ligerezas. Cancela este hombrón que se auto promovió de gerente a presidente toda posibilidad de diálogo entre los mexicanos también tocados por su racismo y clasismo expresos.

En México, códigos de color rigen en todo momento. Inútil asumir que la constitución dicte igualdad. Contra la jurisprudencia moderna, las prácticas añejas, enraizadas en una conciencia de clase y “color”.

Unos coludos y otros rabones

Un prietito en el arroz se evoca cuando se quiere hacer notar un error o un contratiempo a superar. Denigrar, se infama a quien se considera por debajo de los niveles aceptados. Pero el color racial no se limita al negro; los grupos étnicos que sobreviven al genocidio de la conquista son vistos con desdén. Raza piel roja, se apunta en jerga común a danés o apaches. Amarillos o chales, se codifica a los asiáticos.

Benito Juárez nació zapoteca y propugnó, vía el liberalismo, la creación de un régimen igualitario e incluyente. Pero después de él no ha habido otro presidente indígena. Los blancos se encargan de impedirlo. Cuando Zapata tomó las armas al grito de -tierra y libertad- signó su condena a muerte.

En México los políticos pactan, desde el poder. Cuando les da por volver difusa la línea entre la clase dominante y lo que ésta considera el peladaje, se van o mueren.

Los funestos e indiscretos encantos de la burguesía mexicana

Indio pata rajada, pareces indio, te salió el indio, indio ladino, figuran entre la plétora de insultos raciales que profiere, de la mañana a la noche, el mexicano “de clase” o “casta”. El habla verifica y mimetiza las prácticas separatistas más cotidianas.

En colegios y universidades privadas uno se juraría en país europeo. Ahí, el blancor acusa la subrepticia selección que filtra a los morenos salvo por la cuota de becas que impone la secretaría de educación a esas instituciones exclusivas. ¿Y por qué la cuota? No es conciencia o amor a la raza. Los colegios de paga, más costosos que Harvard, Yale o Princeton, operan por fuera de la constitución que impuso educación laica, obligatoria y gratuita para todos los mexicanos.

En su mayoría pertenecientes a órdenes o grupos religiosos, los planteles privados tienen por meta separar a elite y peladaje, manteniendo los privilegios de clase a flote. Su estrategia mercadotécnica es clara; se llaman Godwin, Oxford, Everest, Lancaster, Greengates, Greenhills, etceterilla.

Una mexicana que fruta vendía

En el imaginario infantil se fosiliza la plaga del racismo. El famoso juego de la lotería simboliza nuestros estereotipos. Junto a dama y catrín, de tez blanca, negrito y apache. La corrección política –political correctness- jamás ha tocado los medios educativos o culturales mexicanos. Los infamados no son únicamente afro americanos o indígenas. El discurso arremete contra mujeres, niños, judíos, árabes, gallegos, polacos, gitanos u oficiantes de labores del campo y el mercado.

Una mirada al catálogo de expresiones permitidas basta para ponerle al más templado –de afuera, claro- los pelos de punta. A las mujeres se las moteja viejas, gordas, rucas, fodongas, marimachas, marisabidillas. A los judíos, arbanos o judas. A los árabes, turcos (ofendiendo, en la burda confusión, a unos y a otros). Insultos comunes contra las señoritas de clase son tortillera, chimolera, placera, barrendera, piruja. La colección incluye coloquialismos varios: pastusa, palurda, patuda, cholita, chona. Cualquier condición es objeto de mofa, pie grande o descalzo, apariencia o aliño.

Los mexicanos evaden el contacto con el mundo infamado; sus construcciones inician con la barda. Los indígenas, por lo general, habitan en ciudades anexas o pueblos marginados.

Muchísimos migrantes van del campo a la ciudad, donde se emplean “de planta” en las casas de los ricos. Cuartos de servicio o cuartos de criados se llama con desdén a la zona de la casa destinada a los trabajadores domésticos. Comen aparte, se bañan aparte, viven en condiciones inferiores. A menudo sus cuartos maltrechos son de azotea o traspatio o se les improvisa en sótanos, húmedos, fríos, inhóspitos, desoladores.

Tales contrastes son experiencia educativa para los hijos de los dueños de casa. En ellos el afán clasista echa raíz profunda. ¡Se sienten y se saben superiores!

Blancos los maniquíes, blancos los actores, blancas las reinas de belleza, blancos los ejecutivos, blancos los políticos, ninguno que no lo sea puede aspirar al sitio privilegiado de los de tez clara.

Juntos pero no revueltos

El apartheid físico y psicológico, tan indignante, da cuenta de una parte del éxodo a Estados Unidos. El sórdido contexto que expulsa a varios los lleva a percibir el racismo de acá más sutil y llevadero, algunos caen en la aberración de considerarlo “civilizado”.
Español peninsular –se elevaba a mayor rango al europeo- para así aspirar a cualquier cargo o dignidad imperial mediante previa prueba de limpieza de sangre. En España se repudiaba así, al judío converso – llamándolo marrano- al hereje, al moro, al gitano.
A las relaciones sexuales interétnicas se las tachó de cosa del demonio. Las castas apuntaban a los orígenes culposos del mestizaje. Todo en el imperio dependía de sangre y raza. Se categorizó y estratificó a mulatos, zambos, cuarterones, chinos, castizos, coyotes, saltapatrás.


Güerita oxigenada de mis pasiones

La obsesión del color continúa verificándose en cada nacimiento. Los familiares del nuevo crío inquieren si es blanquito, desde su nacimiento. Cuando las madres tienen hijas rubias, las promueven como tal. “Es güerita”, se distingue a manera de sinónimo de bonita, a la que no es morena.
La industria de la manzanilla, del tinte y de los blanqueadores químicos produce fortunas. Las pocas actrices mestizas que hay adoptan look de blancas para triunfar. Así Paulina Rubio, Thalía y Camila Sodi, Yuri. El teñidismo sobrepasa las fronteras del continente. El ser güera de a mentis toca a Shakira, a Jennifer López y hasta a la transgresora Jenny Rivera.
Entre los mexicanos se establece “clase” aludiendo a la ascendencia francesa o alemana; viajando a Europa; renegando de cualquier nexo posible con el mundo multirracial.
No hay mexicano que no se ofenda cuando le llamas racista, no obstante le hagas ver la realidad y tradición aquí descritas. Fox no puede ver, literalmente, por qué le exigen disculpa Jesse Jackson o Al Sharpton. Muchos habrá que al cabo de esta línea renieguen de mí, me tilden de malinchista, traidora, méndiga. Y el statu quo seguirá intocado aunque algunos se nos suba el color, de rabia o de vergüenza.