¿Reconoces esta torre? Tal vez no la identifiques a primera vista. Se trata del palomar en donde se refugió Tita, la protagonista de Como agua para chocolate, el día en que descubrió que su sobrinito había muerto. Está situado en el antiguo ejido de San Isidro, Coahuila. (Fotografía de María Dolores Bolívar)

Tuesday, September 20, 2005

"Rompeolas de las eternidades"



por María Dolores Bolívar

Murió Alejandro Avilés. Esta foto junto a Dolores Castro, se la tomé en Zacatecas y apareció, créanlo o no, en el periódico Imagen, diario local, en la portada del suplemento cultural, el 11 de diciembre de 2000 –¡oh increíbles días que se fueron!-

Aquel día celebrábamos en impreso las palabras de Avilés, vibrantes, conmovedoras en el homenaje a Dolores Castro, en tierra zacatecana. ¡Vaya personaje fuera de serie! Avilés y Lola fueron grandes amigos –lo son. Esas amistades, sin duda, trascienden hasta la eternidad. El era una de esas personas que se fija en la memoria con un halo de unas doce pulgadas de ancho. Y tuve la suerte de retratarlos a ambos, mientras me contaban, sin prisa ni pretensión, algo acerca de sus brillantes vidas.

Su trayectoria en el periodismo es insólita; como iniciar de nada y hacer una montaña de logros que luego toman forma y se vuelven una segunda realidad. Yo me acerqué a ambos, a Lola Castro, a don Alejandro, porque ambos irradiaban luz, de esa luz rara vez perceptible en el México que a mí me ha tocado vivir, un México de pocas esperanzas y grandes, qué digo, enormes problemas.

Pues para hablar de las palabras, de su poder, de su pertinencia están ellos (don Alejandro seguirá estando) a través de las prensas, por más de que se modernicen, en cada modo de contar, en cada emblema que redunde en un impreso y una manera de plantear un punto de vista.

“Pararrayos celestes, que resistís las tormentas; rompeolas de las eternidades”, evocó melodioso, entonces, un Avilés emocionado, luego que aclarar que Lolita, su amiga por 47 años, “competía con Darío…” “siempre está haciendo poética, esto es, dándonos una definición de lo que es poesía".

Descanse en paz, Alejandro Avilés, el hombre, el amigo, el periodista, el poeta.




Sunday, September 18, 2005

De tragedia en septiembre y de septiembre a septiembre

por María Dolores Bolívar


Mañana lunes, 19 de septiembre, se cumplirán veinte años del terremoto que cambió los destinos de la ciudad de México en 1985. Pocas memorias viven tan inmediatas, tan a la mano, tan trágicas como esa. La televisión se volcará en detalles. Ninguna área de la cultura nos es tan familiar como la que deriva de una tragedia así. Veremos a los niños que perdieron a sus padres en el centro médico, como cada año, en ese aniversario de lo que sus vidas habrían podido ser. Nos conmiseraremos por la suerte de las costureras que no libraron la frontera entre la vida y la muerte. Lamentaremos lo que quedó entre los escombros. Lloraremos unas cuantas lágrimas y juraremos no olvidar, aunque sepamos que el hacerlo no depende de nuestro empeño o voluntad.

Luego, congelaremos nuestras esperanzas en ese momento clave del recuerdo, de nuevo. Inquiriremos acerca de lo que vendrá con la nostalgia a flor de piel y nos lamentaremos, a través de esa lente trágica, por el futuro de un país que parece peleado con el futuro.

Como si fuera una ominosa carga de penas que apretamos en el saco de la vida, evocaremos juntos, este septiembre, aquella fecha que removió los cimientos del país, aquel parte aguas que retembló en el centro de nuestra nación, de nuestras vidas respectivas.

Este año, un dolor especial se removerá en mi alma, el que acabo de experimentar a espeluznantes rebanadas a la hora del noticiero. La distancia no lo hace menos dramático ni menos estremecedor: hablo de las víctimas de Nuevo Orleáns, de las imágenes dantescas de “esos damnificados” aferrándose a la vida sobre el techo de una casa, o sobre la simple plataforma de una puerta, algún trebejo que en esa historia de horror se recicló en la bendición de salvar a alguno de la corriente fatal.

Hoy, los refugiados de Nueva Orleáns se suman a tantos refugiados de tantas partes del mundo. Son los pobres que normalmente nadie ve, los pobres de estas urbes donde se piensa, hélas, que los pobres son pobres porque quieren. Y ellos, los que a menudo sobreviven con la ayuda gubernamental –el Welfare- de a setecientos dólares por familia o con el sueldo que las transnacionales fijan a 6 y pico la hora, tendrán que emigrar, empezar de nuevo, reconstituir el patrimonio, ya mermado de por sí por la pobreza, de la caridad internacional, de la buena voluntad de quienes de común no han aprendido a sentir compasión por los pobres, los de la calle de abajo... y menos, todavía, por los de África o del sudeste asiático.



Hace un par de días escuché en Larry King a Bill Clinton, expresidente de Estados Unidos, lamentarse de que la mayoría de seres del planeta sobrevivan con una economía de menos de un dólar al día. Me pregunté por qué no se habló ahí de los que sobreviven con una economía de menos de veinte en California, en Florida, en Nueva York, en Illinois, en las dos Carolinas. La compasión como que se adelgaza cuando las cifras duelen en casa, o cuando se evitan para no pensar en el desastre interior, en la crisis insólita. Qué difícil pensar en abolir los controles del Welfare a familias que prefieren recibir ayuda gubernamental que trabajar en quasi esclavitud para compañías que pagan aún menos por un jornal de más de ocho horas.

Y es que la pobreza interna de Estados Unidos crece de manera rampante. No viven mejor que en Somalia, Armenia, Pakistán o Antigua los trabajadores que obtienen un ingreso neto, por miembro de la familia, que no rinde ya ni para un tanque de gasolina, completo. Y esto, en una economía que ha liberado las rentas, convertido la venta de alimentos en ominoso concurso de la conserva barata y el almacén de latas. La gasolina está a tres dólares el galón y, por si fuera poco, se privatiza todo, hasta las escuelas y universidades del estado.

Los desastres naturales duelen, claro, muchísimo. Pero lo que enfrentamos a diario, cada vez más visible, cada vez más en casa, es el desastre humano que por añadidura lo es también económico, social, cultural. Todos los días llegan a Estados Unidos, procedentes del sur del continente y de las aguas del atlántico y del golfo de México, cientos, miles de refugiados de la pobreza. Su llegada no es bien vista. No cuando quienes llegan, llegan a pie, en balsas maltrechas, en vehículos que luego se descarrilan cuando, incapaces de soportar las velocidades que alcanzan las patrullas fronterizas y de caminos, ven estallar sus radiadores y destrozarse sus llantas viejas del uso. Los que llegan no traen dinero ni ropa, vienen apenas con lo puesto. No cargan documentos ni equipaje. A su llegada requieren de todo, desde un vaso de agua hasta el cambio de ropa que les permitiría, en la hipótesis imposible del sueño americano, acceder a un trabajo, a una casa, a la escuela nocturna en donde aprenderán inglés, urgentemente.

Una tormenta, antecede a esta estampida de pobres, pobres hasta el extremo, a irse a empezar a otro sitio. A buscar el camino de la supervivencia necesaria, con sus familias, esperanzados, desesperados, uno dijera sin dirección…

Wednesday, September 07, 2005

Para quienes nos miran de cerquita



por María Dolores Bolívar


"She dropped her resistance: she was captivated by images suddenly welling up from books read long ago, from films, from her own memory, and maybe from her ancestral memory: the lost son home again with his aged mother...the family homestead we all carry about within us; the rediscovered trail still marked by the forgotten footprints of childhood... the return, the great magic of the return."

Milán Kundera


Esta semana me tocó acompañar a mi hijo Gustavo a inscribirse a su último año de preparatoria. Lees bien, acompañar, no llevar. Aunque fui yo quien condujo el auto y quien firmó los formularios médicos, académicos, sociales, en verdad iba como si fuera sombra. A los diecisiete años la mamá ya sobra. No quieres que nadie sepa, entre todas las que figuran en la cola, cuál es la tuya y hasta quisieras poder escogerla, cambiarla, mejorarla para que nadie asociara contigo a la real, la de todos los días. Tengo suerte, porque mi hijo se siente orgulloso de mí, o así parece. Se yergue a mi lado en silencio, la mayor parte de las veces que estamos en público, sin ocultar que soy yo, la única, la inconfundible madre que en el tono gris más pronunciado del sombreado que deambula a su lado por todo el plantel, lo acompaña.

Este año no pude sino recordar momentos bellos. El más tangible, el que de verdad “parece que fue ayer”, apenas, es cuando lo llevé al Kinder, de la mano. Gustavo era un gordito sonriente que fijaba sus ojos en todo cuanto se le atravesaba. Parecía que tocaba con la mirada al mundo, repasándolo cauteloso y atento, una y otra vez, para el tiempo. Le tocó estrenar su escuelita en Del Mar aunque nos ausentamos los dos primeros meses de ese año para irnos a México, donde impartí un curso para el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer -PIEM, de El Colegio de México.

La escuela, nuestro cosmos primigenio

La maestra, joven, entusiasta, nos recibió dirigiéndose a los niños y no a sus padres. Les daba la mano, intentaba hacerlos sentirse en casa, como si fuesen grandes. Gus demostró de entrada no ser un novato. Tres años en la guardería de UCSD, bajo el cuidado y guía extraordinarios de Trudy, su maestra, capitana de aquella nave activada desde el centro de operaciones Kid Pix, le valieron una gran seguridad. Desde entonces ya parecía que las computadoras eran su segunda naturaleza. Al primer contacto con su nueva escuela se detuvo en los libros el tiempo suficiente para darme a entender que estaría bien, muy bien. En nuestro caso, colegí desde entonces, no habría lágrimas ni trauma de separación. La escuela, era como una extensión de nuestras vidas o el cosmos primigenio. Gus nació en la Universidad de California en San Diego,UCSD, literalmente, en el hospital universitario, y había comenzado a ir a su guardería –La palma- el día en que dio su primer pasito.

Yo, llevaba casi toda mi vida en un plantel y no recuerdo año en que no haya repasado, por lo menos una vez, la anécdota del día en que mi madre me llevó de la mano al kinder, a punto de cumplir los tres, porque acababa de aprender a leer, con los monitos, y porque decía que me aburría en la casa.

Así que Gus y yo, yo y Gus, nos rencontrábamos, en aquel año clave de su quinto año de vida, en terrenos francamente familiares. Pues Carmel Valley fue, la puerta de ese recuerdo, con sus molduras coloradas y su estructura de castillo mágico.
Cuando regresamos de México, Gus, que ya leía de corridito desde los tres, se convirtió en el ayudante de su master teacher, la señora Dina Balfour.

Por años guardamos sus libros de letras y fonemas y sus dibujos. Uno está en el recuerdo, único, irrepetible; es aquel en que le pidieron que dibujara a su madre. El procedió. Me puso una cabeza grande, con pelo negro, apenas visible sobre la frente y la parte de atrás de las orejas. Cubriendo el cuerpo espigado me colocó una blusa de rayas y una falda ampona, como de bailarina de can-can. Los dedos de mis dos manos eran largos también, en forma de espaguetis. Al calce, una leyenda insólita remataba la imagen que, cual instantánea amorosa, se fijó en mi memoria. “My mother is six foot tall and writes books” (Mi madre, escribe libros y mide seis pies.)


Hace unas cuatro pulgadas me dejó

Ya no le parezco de seis pies. A mi modesto metro sesenta y dos Gus me dejó, hace unas cuatro pulgadas. Ahora me mira para abajo con la mirada dulce y condescendiente del hijo mayor. Me corrige el inglés, su deporte favorito; me invita, de cuando en cuando, a entrar en un pasaje de No Fx o a soplarme enterita Dinosaurs will die (los dinosaurios morirán). A veces me da por instarlo a que me revele sus aficiones políticas, o me cuelo en su cuarto para leer sus doodles (grafiteos), en hojas perfectamente detalladas que dibuja con letras pequeñitas que dicen, lo mismo que sus camisetas –que compra vía Internet-, inscripciones originales como “I am not weird, I am just different”, “Idiot savant” o “That´s okay, I live in my own little world”. Ese hijo independiente, circunspecto y pensativo, me recuerda, a momentos, a la jovencita del chaquetón de pana negro con el bordado a mano, sobre la bolsa izquierda “la vida es un blues”. Pero, casi siempre, lo encuentro original, diferente, en ese mundo que poco tiene en común con el mío, tan hábil hoy en las computadoras, como cuando rescató en preescolar el archivo que un compañero de salón había puesto por error en el expediente virtual de la basura.

Y no los aburro más evocando el martes que nació, en medio de un rebumbio de enfermeros e investigadores de biología molecular, porque se me ocurrió donar mi placenta para la investigación, por consejo de Linda, mi amiga bióloga, entonces mi compañera de apartamento, que hacía su doctorado en los laboratorios Firtel; ni cuando lo eligieron para el programa de niños superdotados –a vistas, comentó Sergio Pitol cuando le conté que los tomaban a prueba un año para ver si daban el ancho- pero luego mi Gus clasificó entre el 3% más alto de la escala. No contaré a mis anchas el episodio en el que obtuvo el premio a la olimpiada del conocimiento en su región -¡en Zacatecas!- con apenas dos años de estudios en México. ¡Para qué…! Si los mejores momentos han transcurrido a diario, en la asequible existencia de mi fanático de las computadoras que se prepara, paso a paso, para estudiar ingeniería; ese virtuoso del buen genio que todavía sonríe, aunque ya no es gordito, ni pequeño, ni requiere de mí para llevarlo de la mano a ningún sitio.

Individuales, más allá de todo estándar

Y no pude sino pensar que el año próximo irá solo a inscribirse; firmará el mismo sus formularios; se preparará a votar –republicano o demócrata-; obtendrá su licencia y conducirá su auto y su vida como mejor le parezca. No sé si he sido buena o mala madre, sé si que he tenido la suerte de ir a su lado, el trecho ya descrito. Nada de lo que él es hoy puedo adjudicármelo por completo. Los humanos somos individuales, mucho más de lo que quisiéramos. Tenemos nuestro físico propio, no obstante las características estándar de las que habla Kundera al aludir al tiempo de los humanos, en Ignorancia. Somos únicos en la mente, en la creación de nuestro espíritu, en la soledad de nuestros planes y aspiraciones. Mi hijo es un ejemplo entre millones. Así que quise compartir este momento grave con aquellos que vieron a Gustavo crecer, entre el trajín de la mamá soltera y la académica singular y renegada. De aquí para allá, entre congresos y veranos y cursos en el extranjero. Lo mismo en las playas de Almuñécar que en las pirámides de Cholula, o tristeando una tarde en Zacatecas, de esas muchas en que las vicisitudes del poder, que ni él ni yo digerimos muy bien, me llevaron a quedarme sin trabajo.

El tiempo pasa y hemos cumplido un ciclo. Otros vendrán con sus nuevos embates. Pero quise que sepan que su amistad y compañía han sido las piezas de este rompecabezas llamado madre. Muchas veces los amigos, qué digo, todas las veces, jugaron un papel decisivo. Por eso les dedico esta memoria, al garete, porque cuando uno vive y se percibe, además, en eso de intentar vivir intensamente, lo más bonito es compartir, contar… contarlo todo.