¿Reconoces esta torre? Tal vez no la identifiques a primera vista. Se trata del palomar en donde se refugió Tita, la protagonista de Como agua para chocolate, el día en que descubrió que su sobrinito había muerto. Está situado en el antiguo ejido de San Isidro, Coahuila. (Fotografía de María Dolores Bolívar)

Saturday, November 26, 2005

Día de gracias en Fallbrook

por María Dolores Bolívar
Entre mis dos mitades hay un punto o una semilla o el principio de la línea que todo lo divide en dos, salvo que decidamos lo contrario…


Acción de gracias, día del pavo, día de dar gracias, dansgivin. Todavía no nos ponemos de acuerdo en castellano en como abordar este día tan significativo para el mundo anglosajón, tan difícil de asumir para el mundo del inmigrante hispano –tan de otro modo presto a adoptar cualquier celebración, aún Halloween-.

Por años ese día también pasó desapercibido para mí, salvo por el detalle de que las ciudades estadounidenses se paralizan, cada vez menos horas, pero de manera común, sincronizada y evidente. Ningún negocio opera a la hora de cenar y muchos cierran el día entero. Puedes quedarte sin comer o sin diversión. Muchos turistas, despistados, acaban varados en algún aeropuerto sin saber qué hacer ni por qué, en jueves, todo se detiene.

Me ocurrió una vez, hace años. Viajaba hacia Perú y fui desviada a Los Ángeles, procedente de la ciudad de México. Llegué a eso de las nueve de la noche. Cuando salí del aeropuerto me pareció que entraba en un pueblo fantasma y no en la ciudad más ruidosa del planeta. Claro, como venía de México el día del pavo me tomó por sorpresa. No tuve más remedio, entonces, que meterme al cuarto del hotel y encender la televisión. En cosa de minutos me enteré de mi entuerto. Llegaba a la meca del cine en día sagrado. Ahí no habría otra cosa que hacer que lo que hacía con desgano sobrado, recorrer el impresionante número de canales disponibles para quienes como yo, por esa noche larga, no tendrían con que o con quien desaburrirse en una fecha como esa.

Aquél día reflexioné curiosa. Mi familia jamás celebró el estadounidense thanksgiving. ¿Por qué? No lo sé. Supongo que las razones provendrían de la misma lista que intentó explicar inútilmente por años mi madre, por qué tuvieron que transcurrir más de diez años antes de que en casa se almorzara a las doce y no a las tres de la tarde. Las costumbres mexicanas prevalecían en este lado de la frontera para nosotros. Así, el día de acción de gracias sólo podía existir con una enorme interrogante y mucha oscuridad e indiferencia.

No recuerdo el número de días que pasaron antes de que por lo menos preguntásemos, entre nosotros, los motivos de la celebración o los pormenores de la tradición tan a la americana. Luego el nacionalismo también privó cuando juzgamos que no adoptaríamos tal fecha por principio, sabedores de que representaba al colonialismo con el que ningún miembro de la familia, desde cualquiera que fuera su posición política, llegaría a identificarse jamás.

No fue sino hasta que mis hijos entraron a la escuela que comenzó a preocuparme el ignorar, supinamente, fecha tan importante. Un día me dije, no acaso me enseñaron aquello de que “al país que fueres…” Pues con diligencia ayudé a Gus a confeccionar su pavo de papel, el primer año. Para el segundo, que nos tocó de tarea describir la tradición, entré en mejores componendas, le sugerí que hiciera una presentación acerca de los rasgos “mexicanos” de tan estadounidense festividad. Mi Gus, que siempre me escucha de soslayo, aceptó sin respingo y se mandó tremenda investigación de los alimentos que conforman el sonado día del pavo. Guajolote, papa y camote, tarta de calabaza. ¡Uf! El mundo nahua, a todo lo que da. Le ayudé a redondear la idea y al final, iniciamos a sus compañeritos en la empresa de interesarse en los orígenes indígenas, verdaderamente indígenas de sus costumbres culinarias.

La digresión, como en tercera dimensión hizo que en años subsiguientes discutiésemos en familia el feriado este. Pues nada que sin sentirlo nos pusimos a celebrarlo, año con año, desde Arizona. Lo divertido es que cuando fuimos a Zacatecas extrañábamos el día. No vayan a pensar que hacíamos pavo con salsa de arándanos, no es para tanto. Pero sí me llegó a ocurrir imaginar lo que haría en San Diego el tercer fin de semana de noviembre. Luego mis hijos preguntaban, recordaban, comentaban… y así, supe que el día había hecho sitio en mis recuerdos, muestra indeleble de que ya era la inmigrante consumada cuyas raíces, echadas hacia ambos lados, hacían su surco subterráneo, silencioso, contundente.

Este año, a diferencia de muchos otros en que me hice muchas conjeturas, decidí asumir la tradición de manera tranquila, aunque todavía sin polendas. Daría las gracias, por todo lo que tengo, por los milagros recibidos a diario los últimos tres años. Mi hija Lilia me sorprendió en los preparativos con una pregunta que inspiró este escrito: ¿Mamá, acaso decidiste por fín asmiliar el thanksgiving? La respuesta era sí, pero no la solté de inmediato. La repasé en mi mente varias veces, la convertí en esta declaratoria grave que ahora escribo. Debo haber entrado ya, de lleno, a mi vida de inmigrante.

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