¿Reconoces esta torre? Tal vez no la identifiques a primera vista. Se trata del palomar en donde se refugió Tita, la protagonista de Como agua para chocolate, el día en que descubrió que su sobrinito había muerto. Está situado en el antiguo ejido de San Isidro, Coahuila. (Fotografía de María Dolores Bolívar)

Monday, October 31, 2005

Días especiales



por María Dolores Bolívar

Dedicado a San Judas Tadeo, abogado de las causas difíciles...

Nuestro contacto con la muerte se legitima a través de la fe, de la devoción, de la religión. Pero más allá de nuestra fe en el templo, algunos intentan evadir la cercanía con los espíritus. La tildan de fantasiosa, delirante, locuaz. No quieren imaginar que sea posible el que los muertos vengan a comer con nosotros, a convivir con nosotros, a honrarnos con su presencia del mismo modo que, en vida, nos dieron su compañía, su afecto, su proximidad física...
La diferencia entre Santo Tomás y yo es que yo veo de tanto creer

Me detengo ante un puesto de flores. Hoy se ha vestido de amarillo. Yo digo que no es "marigold", pero el olor me desmiente. Huele a zempoazúchitl o cempazúchil; qué digo, parece desbocado el embriagante aroma del campo magnificado en una flor cuyo colorido es, en verdad, inconfundible. Mi abuelita decía que era amarillo triste. Yo lo siento en el alma como si fuese el rostro del oro o de la superficie del sol, desbordado en una esencia de vida que nadie sabe de dónde proviene. Así creen en los pueblitos de México, que los muertos, cuando se aparecen, vienen antecedidos de un olor a flores, no sé si a jazmín o a nardos, tal vez sea el zempoazúchitl.

Me detengo también ante el pan de muerto, recién horneado. Una capa de azúcar y listo. Estamos en la tierra donde las celebraciones se hacen visibles. Digo se hacen pues en México la visibilidad es cosa de todos los días. Visibles somos nosotros, en las calles y cafés. Visible es la vida que se nutre de cotidianidad en una parada de autobús, en las tienditas, en los cruceros. Nos vemos, nos oímos, nos olemos.

¡Oh indeseable invisibilidad!

Cuando la gente se saluda en México no se dice "te vi" o "te veo" sino "casi no me fijé que ibas en frente" o "no estaba segura de que fueras tú". Lo poco habitual es ser invisible. La invisibilidad sorprende, molesta, oprime. El gentío y la visibilidad asumen ese lado inverso. "¿Me viste?" -se preguntan las amigas a manera de saludo. La gente está sin estar en la visibilidad cotidiana: dejamos de notarlos porque no podemos dejar de verlos. No es que queramos ser singulares o reinar sobre el espacio, sólo aspiramos a no ser invisibles.

Yo sé que he llegado a un barrio de blancos cuando en las calles se apaga el ruido o se percibe, apenas, algún atlético corredor que va dejando las huellas aéreas de sus zapatos deportivos sobre el pavimento liso, recién asfaltado. Ni siquiera los perros ladran por ahí; están entrenados a mantenerse privados. No llevan bozal, no hace falta. Miran y el dueño dice "quiet", o los controla con la mirada y un tirón de correa. El animal, sumiso, entiende que la regla es "silencio". Una palabra basta para hacer que se imponga el orden matemático del silencio.

Tocamos al más allá, le hablamos de tú a tú

Así que, a olores y color, día de muertos transgrede el diario acontecer de las comunidades que se cierran a la diversidad. La presencia se hace tangible, inmediata. Del más allá llegan los seres invisibles para dejar de serlo por una noche. El angloamericano los ahuyenta, se viste de espanto, invoca a los duendes para que los disuadan de venir. El mexicano los llama, los atrae con comida, con sus objetos familiares favoritos. En las casas se abren puertas y corazones, se prepara la fiesta, se apresta la música. La muerte es apenas otra dimensión de la vida. A ella iremos, por una noche, de la mano de quienes nos han ganado en alcanzarla. Es como si cada año ensayásemos a morir al tiempo que nuestros muertos ensayan a volver a vivir de nuevo entre nosotros.

Día de muertos atisba al porvenir. "Todos iremos para allá..." La certeza de la muerte nos reafirma el estar vivos. Vivos para contar y ser el puente entre el más allá y este más acá cotidiano. En el panteón nos sentamos sobre las lápidas, desbordamos hacia las tumbas vecinas. Nuestras flores y las de otros visitantes forman un tremendo puente que ocupa el espacio entre nuestros brazos, de cabeza a cabeza, por sobre nuestras cabezas. "Un día a la veeeez, yo quieeeeero viviir, ayuuuuuudameeee hoy, yo quieeeeero viviiiiir un día a la veeeeeeeeeeeeeez. Ayer ya no existeeeeeee, mañaaaaana quizáaaas no vendráaaaaaaaaa ayúdameeeee hoy, yo quieeeeeero vivir un díiiiiiia la veeeeez". Los cantos se extienden armónicos de mundo a mundo, de dimensión a dimensión. Tocamos a nuestros muertos, compartimos el pan, los oimos darle un sorbo al chocolate o masticar un trocito de tamal.

Quien no cree en todo esto es porque vive en la asepsia del mundo material. Algunos piensan que las superficies limpias con materiales químicos desalientan a los espíritus. Conocí a una mujer que vivía aterrada de que un espíritu viniera a su casa y se esmeraba en mantener todo muy limpio. De la mañana a la noche gustaba del olor a cloro y a pinol; la tranquilizaba el aroma que deja el aerosol sobre el ambiente. "Olor a rosas" podía leerse en el cilindro que hacía sonar una pieza metálica contra sus paredes interiores. Y rosas imaginarias con olor a aerosol asumían el papel tranquilizador de aquella mujer que no quería verse cara a cara, jamás, con los espíritus. A mí esa buena señora me dio la receta para librarme de una plaga de hormigas. Lo agradecí pero me quedó un mal recuerdo del olor a desinfectante.

En estos tiempos todos creemos en algo

"Ahora todos creemos en algo". La frase ésta la escuché de Vrodnia, una señora rusa que se pone como muestra de que los perfectos escépticos han desaparecido de la faz de la tierra. ¡Puede ser! Vrodnia se lleva a los labios una pequeñísima cruz de esmalte cuando afirma creer en dios. "Cuando yo era niña, dice ya al punto de las lágrimas, la gente no creía en nada..." En esa sola frase resume Vrodnia toda la sabiduría acerca de las creencias humanas.

Hoy, entonces, llevaremos el hábito del fraile, la mortaja de la novia, el velo de la viuda...

Día de muertos asumirá su giro de época y visibles, visibilísimos, circularemos con nuestro toque peculiar al curso de la luna... a nuestra manera, en nuestros propios términos... y trancurrirá, como cada año, este día especial.

La pregunta que me queda es por qué los anglosajones no se han atrevido a desearme un "feliz día de muertos". Verán, ya para terminar les aclaro esto último. Me dicen happy cinco -cuando se llega el cinco de mayo-. Me auguran happy mothers day. Se desviven por desearme un feliz día de brujas. ¿Por qué entonces no me desean "felices muertes" o ¨feliz viaje a la muerte¨?

Parecería que no logran separar el tono mórbido que dan a la muerte de su proximidad con una fiesta que ya ha permeado el consumo masivo de espantos y motivos de noche de brujas. La muerte los apabulla, los atemoriza, les inspira respeto. Quieren conjurarla, mientras yo quiero abrazarla, tan sólo porque veo en ella los rostros de mis antepasados. Pretenden alejarla, cuando intuyen su aliento, bordeando la noche, merodeando en el ánimo. Nos ven como una mezcla de suicida con demiurgo, atrevido y audaz, que no supiera mantener cada cosa en su sitio, de lado a lado de uno y otro mundos.

¡Ay, San Judas! Ya mejor me sonrío y me voy con mis calaveritas y mi fiesta a otra parte.