¿Reconoces esta torre? Tal vez no la identifiques a primera vista. Se trata del palomar en donde se refugió Tita, la protagonista de Como agua para chocolate, el día en que descubrió que su sobrinito había muerto. Está situado en el antiguo ejido de San Isidro, Coahuila. (Fotografía de María Dolores Bolívar)

Sunday, September 18, 2005

De tragedia en septiembre y de septiembre a septiembre

por María Dolores Bolívar


Mañana lunes, 19 de septiembre, se cumplirán veinte años del terremoto que cambió los destinos de la ciudad de México en 1985. Pocas memorias viven tan inmediatas, tan a la mano, tan trágicas como esa. La televisión se volcará en detalles. Ninguna área de la cultura nos es tan familiar como la que deriva de una tragedia así. Veremos a los niños que perdieron a sus padres en el centro médico, como cada año, en ese aniversario de lo que sus vidas habrían podido ser. Nos conmiseraremos por la suerte de las costureras que no libraron la frontera entre la vida y la muerte. Lamentaremos lo que quedó entre los escombros. Lloraremos unas cuantas lágrimas y juraremos no olvidar, aunque sepamos que el hacerlo no depende de nuestro empeño o voluntad.

Luego, congelaremos nuestras esperanzas en ese momento clave del recuerdo, de nuevo. Inquiriremos acerca de lo que vendrá con la nostalgia a flor de piel y nos lamentaremos, a través de esa lente trágica, por el futuro de un país que parece peleado con el futuro.

Como si fuera una ominosa carga de penas que apretamos en el saco de la vida, evocaremos juntos, este septiembre, aquella fecha que removió los cimientos del país, aquel parte aguas que retembló en el centro de nuestra nación, de nuestras vidas respectivas.

Este año, un dolor especial se removerá en mi alma, el que acabo de experimentar a espeluznantes rebanadas a la hora del noticiero. La distancia no lo hace menos dramático ni menos estremecedor: hablo de las víctimas de Nuevo Orleáns, de las imágenes dantescas de “esos damnificados” aferrándose a la vida sobre el techo de una casa, o sobre la simple plataforma de una puerta, algún trebejo que en esa historia de horror se recicló en la bendición de salvar a alguno de la corriente fatal.

Hoy, los refugiados de Nueva Orleáns se suman a tantos refugiados de tantas partes del mundo. Son los pobres que normalmente nadie ve, los pobres de estas urbes donde se piensa, hélas, que los pobres son pobres porque quieren. Y ellos, los que a menudo sobreviven con la ayuda gubernamental –el Welfare- de a setecientos dólares por familia o con el sueldo que las transnacionales fijan a 6 y pico la hora, tendrán que emigrar, empezar de nuevo, reconstituir el patrimonio, ya mermado de por sí por la pobreza, de la caridad internacional, de la buena voluntad de quienes de común no han aprendido a sentir compasión por los pobres, los de la calle de abajo... y menos, todavía, por los de África o del sudeste asiático.



Hace un par de días escuché en Larry King a Bill Clinton, expresidente de Estados Unidos, lamentarse de que la mayoría de seres del planeta sobrevivan con una economía de menos de un dólar al día. Me pregunté por qué no se habló ahí de los que sobreviven con una economía de menos de veinte en California, en Florida, en Nueva York, en Illinois, en las dos Carolinas. La compasión como que se adelgaza cuando las cifras duelen en casa, o cuando se evitan para no pensar en el desastre interior, en la crisis insólita. Qué difícil pensar en abolir los controles del Welfare a familias que prefieren recibir ayuda gubernamental que trabajar en quasi esclavitud para compañías que pagan aún menos por un jornal de más de ocho horas.

Y es que la pobreza interna de Estados Unidos crece de manera rampante. No viven mejor que en Somalia, Armenia, Pakistán o Antigua los trabajadores que obtienen un ingreso neto, por miembro de la familia, que no rinde ya ni para un tanque de gasolina, completo. Y esto, en una economía que ha liberado las rentas, convertido la venta de alimentos en ominoso concurso de la conserva barata y el almacén de latas. La gasolina está a tres dólares el galón y, por si fuera poco, se privatiza todo, hasta las escuelas y universidades del estado.

Los desastres naturales duelen, claro, muchísimo. Pero lo que enfrentamos a diario, cada vez más visible, cada vez más en casa, es el desastre humano que por añadidura lo es también económico, social, cultural. Todos los días llegan a Estados Unidos, procedentes del sur del continente y de las aguas del atlántico y del golfo de México, cientos, miles de refugiados de la pobreza. Su llegada no es bien vista. No cuando quienes llegan, llegan a pie, en balsas maltrechas, en vehículos que luego se descarrilan cuando, incapaces de soportar las velocidades que alcanzan las patrullas fronterizas y de caminos, ven estallar sus radiadores y destrozarse sus llantas viejas del uso. Los que llegan no traen dinero ni ropa, vienen apenas con lo puesto. No cargan documentos ni equipaje. A su llegada requieren de todo, desde un vaso de agua hasta el cambio de ropa que les permitiría, en la hipótesis imposible del sueño americano, acceder a un trabajo, a una casa, a la escuela nocturna en donde aprenderán inglés, urgentemente.

Una tormenta, antecede a esta estampida de pobres, pobres hasta el extremo, a irse a empezar a otro sitio. A buscar el camino de la supervivencia necesaria, con sus familias, esperanzados, desesperados, uno dijera sin dirección…

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