¿Reconoces esta torre? Tal vez no la identifiques a primera vista. Se trata del palomar en donde se refugió Tita, la protagonista de Como agua para chocolate, el día en que descubrió que su sobrinito había muerto. Está situado en el antiguo ejido de San Isidro, Coahuila. (Fotografía de María Dolores Bolívar)

Thursday, March 12, 2015

El narcoprofesor de Arteaga o el mapa de un país revuelto



María Dolores Bolívar

¿Es el mexicano el compuesto de Lucas Lucatero y Anacleto Morones –bandidaje y santería, astucia y carisma, ideal y transa hiperrealista? ¿Es Amula el retrato de cualquier pueblo de México, con sus supersticiones y sus ritos, su polvo y sus mieles? En todo caso la Amula de Juan Rulfo es un sitio casi cósmico donde las mujeres son malas, de conciencia renegrida y se cobran la cuenta con quien las engaña mermándoles lo único de valor que consideran tener, su fe.

Si en la Comala de Pedro Páramo todos estaban muertos, en la Amula de Anacleto Morones hay resistencia y vejez. Si tomamos a Rulfo como prisma, nos damos cuenta que fue el primero en ver a las fieles de esa Amula mítica tal cual eran, sin el rostro sufrido con que las idealizó la revolución, al convertirlas en la materia prima de su estructura clientelar –Bisabuelas, abuelas y madres de las que aparecen hoy con cacerolas, dispuestas a tomar escuelas o a fundar clubs de fans y sociedades que lo mismo venden fruta o trinquetes, que su conciencia o su voto-. Y tras ellas o con ellas están los protagonistas de sus vidas –el padre, el esposo, el marido, el nieto, la mayor parte de las veces ausentes- que las legitiman a los ojos de los demás.

Esa mujer es la Pancha de Anacleto Morones, el prototipo de la mujer mediera y tramposa, abarcadora y dispuesta a todo, cuando no “por sus hijos”, por los pobres, o por  el viejo cliché de que le haga justicia la revolución. Y todo se lo achaca a su ignorancia. ¡Eso! En la pobreza como en la ignorancia, parece que todo se vale, todo, incluso vender a la patria, venderse una, vender a las hijas.

Y así las describe Rulfo sin más vueltas: “¡Viejas, hijas del demonio!

La imagen, lúcidamente urdida para una novela, es además de clara, estremecedora. En ella están las claves del México que hoy solo parece ver de culpable al gobierno corrupto. Algunos, siguiendo la celebridad desde donde clamó por el gobierno que nos merecemos el cineasta Alejandro González Iñárritu al recibir varios óscares, han comenzado a correr hipótesis al respecto. ¿El referente? Este mundo de viejas “jijas” –aludiendo a término todavía más popular-. Porque lo que sucede con México es que no hay por donde retomar el hilo. ¿El que nos merecemos? ¿Cuál? ¿El de Vicente Guerrero, el de Agustín de Iturbide, el de Antonio López de Santa Anna, el de Porfirio Díaz, el De Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles? Una mirada a la realidad nunca huelga… Intentémosla.

El abracadabra está en el mote


El periodista Rolando Nichols le preguntó a Servando Gómez por el significado de su apodo. Gómez trazó una genealogía confusa con su abuelo y un par de ingenieros españoles que habrían dejado los apodos de Tuta y Tonda en el pueblo, para él y uno de sus hermanos. “Por la nariz grande”, dijo. Unos alumnos míos buscaron en el Diccionario de la Real Academia y hallaron que tuta significa “tanga”. Otras personas  me aseguraron que venía del purépecha. Para Servando Gómez, el significado es él mismo y por eso llama la atención que no se diese El Tuta sino La Tuta. La feminización de su apodo resulta más misteriosa que el origen del mote.

En la pobreza, el anonimato es una realidad. Los apellidos tienden a esfumarse en pos del nombre de pila entre los amolados -Juanes, Marías, Lupes –hombre o mujer-, Pedros-. El ascenso social corre a parejas con un apellido sonoro y refinado, Lascurain Reyes Retana, Peñalver y Beristain, Fernandez Negrete, se usa para personajes de alcurnia en las telenovelas, jamás Pérez o López, a secas.

De los maleantes, solo retenemos el alias, pero a diferencia de apodos como El Verdugo o El Mochaorejas, concebidos de inicio para infundir pánico, la mayoría de narcos o capos de la droga revelan por sus apodos la épica de una cultura que subyuga a partir del acoso (bullying) y que feminiza al maleante o lo dulcifica como haría la bestia ponzoñosa lanzando una sustancia narcotizante o emitiendo algún sonido agradable al oído para engañar: El Azul, El Doctor, El Hummer, La Barbie, El Señor de los Cielos, El Chapo, La Tuta, El Zucaritas. En la sociedad mexicana parece que el vínculo entre apodo y hombría se ha recompuesto en algo más efectivo y engañoso al adoptar su género lingüístico opuesto o un contenido dulzón, suavizante, engañador.

Feminizar al enemigo también es algo común en las sociedades machistas, entre las que la mexicana bien podría encabezar la lista. De ahí que se publicitara como triunfo el corte de bigote de El Chapo y de La Tuta. Así lucen hoy, dijo la televisión, sugiriendo que al ser despojados del vello facial habían perdido sus poderes, talla, y proyección. Los caballeros templarios eran hombre de fe, reclusos que usaban la sotana del monje y también por tanto abstraídos del machismo caballeresco medieval. Portar la cruz, visible, sin temor, era lo único que los volvía intimidantes y temibles. Yo me topé con uno de esos templarios en un supermercado en San Jacinto, me habría pasado desapercibido salvo por la cruz enorme, roja, llamativa. El esconderse tras la inevitable visibilidad de un símbolo o de una agrupación, puede llegar a ser además de ingenioso, muy eficaz.

El arresto escenificado o la desmitificación de la guarida


Entre los cuentos que corren de La Tuta está el de que se ganó la plaza de maestro, mediante un examen, pero se la dejó a su hermano a quien consideraba más mediocre que él. Con ese gesto quedaba demostrado que él tenía miras. La Tuta soñaba con ser terrateniente y se fincó su hacienda, su latifundio. Somos los herederos de naciones despojadas de la tierra y tenemos por modelo edénico la encomienda y el latifundio. Lo primero que roban los políticos es tierra, de segundas, todos “se hacen” de una casa. El término “hacerse” implica maña, apañamiento, argucia. Arturo Durazo, el influyente jefe de la policía durante el gobierno del presidente José López Portillo, no sólo construyó una casa gigantesca, se decía que lo hizo con el trabajo sin paga de policías y presos. En sus dominios, se verificaba la acción de mando no de un político poderoso sino de un encomendero de tintes casi míticos. Nombró a su mansión El Partenón. No organizaba fiestas sino bacanales. No tenía amante sino harenes.

Las emisiones televisivas de la caída de cualquier capo o maleante la representan como una caída estrepitosa. En la escena final se los vuelve a la casucha cualquiera, de cuartos de loseta quebrada y la cama sambutida en ellos como con calzador. Pelón el colchón, pelona la mesa y, eso sí, uno que otro cable para mostrar que había tecnología y un poco de comida en el refrigerador.

En la televisión se usa la palabra en inglés, staged, para describir la puesta en escena. En el mundo de la imagen nada es casual y todo es importante. Últimamente, sin embargo, los que escenifican los arrestos parecen desprovistos de imaginación. Me gustaría tener la facultad de repetirlos para poder compararlos unos y otros. Parecería que cambia la fachada de cada una de las casas, no así las estructuras reales. El cuarto revuelto parece el mismo.

Para la trama de La Tuta,  el gobierno mexicano eligió de finale un acto de debilidad, el cumpleaños. Como buena Opera/Thriller, narraron de preludio los pasteles, los refrescos, el incidente necesario en esa realidad que debía ser creíble. Digna de la captura de Ricardo Klement, el último alias de Adolf Eichman, la de La Tuta se nos vendió como el paso final del más pulcro y sofisticado espionaje policial. Esa es la imagen que desea vendernos el PRI, ese el temor que anhela para estos tiempos en los que todo se ventila en las redes sociales. El PRI espía, el PRI amenaza, el PRI actúa.

La desproporción es siempre ejemplar. La procuraduría asegura 11 casas en Tumbiscatío, pero la Tuta cae en una vivienda maltrecha de Morelia, cuya propiedad es atribuida a otro profesor –seguramente se quiere hacer creer que su cómplice- que le alquilaba su vivienda de interés social.

A la vista de todos están los palacios del narco en sitios pueblerinos y modestos como Navolato, Agua Prieta, Piedras Negras, pero a la hora de atraparlos siempre se los muestra como al Chapo, en un sitio que a todos desconcierta, desaliñado y pequeño, de colorido populachero y de apariencia poco glamorosa, como las casas de los pobres en las telenovelas.

La casualidad o la vida jugada a la ruleta mexicana


Amado Carrillo murió joven, a los 40, en la plancha de un cirujano plástico –podría decirse que sin que mediara una sola bala-. La muerte de este que fuera apodado El Señor de los Cielos, hijo de Aurora, no fue violenta como él y su madre hubieran podido temer. Un rostro plácido, relajado y sonriente, pese al amoratamiento en cuencas y párpados dejado por el bisturí, todavía puede verse, si el morbo alcanza, por Internet.

El Lazca, Heriberto Lazcano, líder de los temibles Zetas, murió en Progreso, Coahuila. Los marinos que le entraron con él a las balas no sabían que lo hacían. Acudieron al llamado de un ciudadano que reportó una simple pelea callejera. Cuando se robaron su cuerpo de la funeraria de Sabinas, en donde lo tenían a la espera de ser identificado, acertaron a colegir que se trataba de un pez gordo.

Al Chayo, Nazario Moreno González, también apodado El Doctor o El Loco, lo mataron dos veces, en diciembre de 2010 y luego en marzo de 2014. La inconsistencia de los datos y el desaguisado de la doble emboscada, muestra que en ambas no hubo ni estrategia ni certeza. El Chayo hacía de aparecido y se escabullía de la fuerza pública ayudado por su socio, La Tuta. Es muy posible que estos dos capos, primero de La Familia Michoacana y luego de Los Caballeros Templarios hayan conocido el cuento de Rulfo donde su sociedad criminal se lleva de calle a la de Anacleto Morones y Lucas Lucatero.

Visto a detalle no es el acoso del ejército o la persecución policial lo que pone la vida de los capos en vilo. Los narcos mexicanos, pese a su osadía, mueren de casualidad o por error. Su excesiva temeridad, su afán de vivir la vida seguros de que morirán, debía volverlos blanco fácil de las balas enemigas. Pero en lugar de eso son más los capos que han “caído” vivos. La guerra de Calderón, que declara con trompetas el éxito que jamás tuvo, no mató narcos sino gente común.  La oscuridad con que se mantienen las cifras se debe en parte al hecho tan contundente como vergonzoso de que sus mejores golpes  se los debe a la chiripa.

En el atrevimiento y el arrojo con que emprendieron sus vidas, jamás imaginaron los capos de Sinaloa o de Juárez, de Coahuila o de Tamaulipas, que “caer” significaría no muerte sino cárcel. Y menos aún, justamente, que esta resultase en el terreno seguro desde donde operar sus imperios y recomponer sus alianzas y proyectos. Y el círculo se cierra de manera casi perfecta, pues en verdad, ocurre que con dinero y poderío, contactos exteriores y una organización dispuesta a defenderlos –que no el sistema judicial- sólo los narcos sobreviven a la experiencia de las prisiones mexicanas.

Llegar a viejo


En contraste con esa realidad de Capos vivos, no podríamos dar con muchos líderes mexicanos, salvo Rubén Jaramillo, que hayan llegado a viejos. Los pocos años de más que le tocaron al defensor de los ejidatarios de Zacatepec, Morelos, baleado cuando tenía poco más de sesenta, se los cobraron con sangre. Jaramillo fue secuestrado y asesinado con toda su familia –su esposa y sus cuatro hijos, incluyendo el que su esposa llevaba en el vientre- en Xochicalco.  La regla de piso básica de la realidad mexicana es que si disientes mueres joven.

Zapata fue asesinado a cuatro meses de cumplir los cuarenta. Villa tenía 45, Lucio Cabañas tenía 36, Genaro Vázquez habría cumplido 40 en el 73, pero fue muerto en febrero de 72.

No hace mucho vimos a un Caro Quintero sesentón, salir de la prisión, viejo, canoso, encorvado. Su halo carismático parecía ido. Pero no bien salió se escabulló, ahora hacia las sombras del bajo perfil. El Neto, Ernesto Carrillo, bordea los ochenta. En septiembre del año pasado se decía que saldría libre. La experiencia de Caro, a quien Estados Unidos busca vivo o muerto, es posible que rinda a Don Neto unos años más de vida. No se ha vuelto a decir si salió o no salió, o puede ser que, simplemente, los periodistas le hayamos perdimos la pista.

En expectativa de vida, ganan los narcos y la estabilidad que no alcanza nadie que ejerza profesión, permanencia en la docencia o incluso de pequeño empresario o al servicio del clero, la han obtenido estos, paradójicamente, debido a la corrupción que reina en juzgados y prisiones. Comparativamente, la verdadera lección para los jóvenes, no es sólo que el sistema protege a asesinos, sino que siendo asesino o maleante vives más y mejor.

Los mitos negros


Siempre que hay un caso criminal corren los mitos. Decir que alguien mató a una persona, del estrato social que sea, bastaría en cualquier parte del mundo para atemorizar a la población. No así en México donde el asesino debe además tener tintes más dramáticos.  Era diabólico, pertenecía a una secta satánica, ingería carne humana, hacía disolver en ácido los cuerpos de sus víctimas, cortaba las cabezas y luego las hacía aparecer en sitios públicos, colgaba a los muertos de puentes o espectaculares, colocaba mantas que asemejaban estar – tal vez lo estuviesen realmente- pintadas con sangre.

Los misterios urdidos para los medios jamás son aclarados. ¿En dónde está Manuel Muñoz Rocha de que la médium Paca –Francisca Zetina- nos hizo creer que yacía en una tumba clandestina del jardín de la finca El Encanto, propiedad de Raúl Salinas de Gortari? ¿Quién se robó y por qué el cadáver de Heriberto Lazcano? Ante el escándalo y el horror las cosas se vuelven en un espectáculo que dura días, en el mejor de los casos meses y luego, todo vuelve a la normalidad, eufemismo de olvido. Leí en Wikipedia que prescribió en 2009 la orden de aprehensión contra Manuel Muñoz Rocha; a Nazario Moreno, alias el Chayo de Apatzingán, todavía le rezan sus seguidores para que aparezca, una tercera vez; el señor de los Cielos podría vivir con un rostro distinto, según creen los más fantasiosos que piensan que el cadáver aparecido era de otra persona a la que le injertaron magistralmente el rostro de Carrillo, para que este saliera del radar del gobierno y de la DEA. Con parecida expectativa, nos contaron que se encontraba en Morelia La Tuta, cumpliendo el fin de acercarse a un especialista que le cambiara la fisonomía.

Pero pese a la habilidad y el poderío de los maleantes -granadas, lanza cohetes, AKAs, arsenales difíciles de imaginar- los del PRI los capturan sin tirar bala. Para cuando los prenden el alardear que sabían todo de ellos -dónde tenían las cuentas, cuáles eran sus ranchos, qué grupo musical les cantaba en el cumpleaños, en que confitería compraban el pastel,- parece cosa natural.

“Pero si parece burla” dirían las abuelitas, con eso de que la línea argumental sube y baja para elevar o modular la adrenalina de quien escucha la tal información.


En la cárcel, el mapa de la descomposición social se establece por la complicidades de las celdas. Escuché de boca de un migrante en EEUU insólitas anécdotas acerca de cómo operan los penales, donde el entrar y salir es una realidad tan cotidiana y común que ya ni siquiera indigna. Las sombras, eufemismo de los reclusorios a la mexicana, es una suerte de inframundo perfecto. Como en las creencias que dictan que muertos y vivos se tocan, conviven y se entienden, así en las cárceles la vida pasa por un laboratorio de complicidades, alianzas y transas entre criminales y gobierno.

“La sociedad mexicana quería que el gobierno pactara con los narcos cuando votó en 2012,” me señaló hace poco un pariente que me consideró equivocada en mi apreciación del descontento que según yo sugería, reinaba en el país. Y no yerra mi pariente, el clamor estaba en los discursos de Javier Sicilia y de Alejandro Martí, ambos víctimas del secuestro y muerte de sus hijos. Y tan triste afirmación tal vez tenga que ver con que ningún político aglutina a los pueblos como lo hacían El Chayo y La Tuta con Michoacán o El Chapo en Sinaloa, donde incluso las protestas continúan clamando su liberación.

Los asideros del poder y los Méxicos de repuesto


Así, La Tuta me parece más un personaje de Rulfo que salido de los delirios de reposesión del PRI, que ha pasado lo que va del sexenio reacomodándose en el mapa de lo nacional con descaro. Es decir, intentando retomar los huecos que la torpeza de dos presidentes panistas que operaron de títeres de lo que se dio en llamar “los poderes fácticos” generó.

Y hay una nueva peculiaridad, el poder real tiene su asidero en dos Méxicos. Hace ya tiempo que el país y el estado dependen de las remesas y el trasiego de bienes (también a las personas se las trasiega de bienes) entre Estados Unidos y México. Para nadie es sorpresa que el país de afuera sostiene al de adentro. Esa estructura paralela se da también en el mundo del crimen. El crimen del exterior, sostiene al crimen en el interior. Mucho tiempo se decía que El Chapo no había desaparecido sino que se encontraba en Estados Unidos. Sobraban las versiones de que vivía en Los Ángeles, o que se dividía entre Coahuila y Texas, a sus anchas. La realidad no desmienten esos dichos: Muy poco antes de que lo atraparan en Sinaloa, la sociedad de Agua Prieta vivió varios días de tiroteos que jamás fueron explicados.

Hace veintitantos años asistí a una conferencia en mi alma mater, UCSD, donde se hablaba de un pueblo de Limón que exportaba brazos hacia el norte. Hoy en el sur de California los nodos de Michoacanos se han multiplicado al punto de que hay sitios donde reside una mitad de los municipios de La Ruana, de Apatzingán, de Arteaga, o de La Huacana. Si conoces la geografía entenderás por qué los negocios de comida se llaman Cotija, La Reyna o Huetamo, pero sobran también las carnitas Michoacán, como las de San Bernardino; las taquerías Michoacán como la de Santa Cruz. Que sea autos, mudanzas o delicias, viven en Rialto, San Bernardino, Corona o Santa Anna las respectivas mitades de municipios devastados por la violencia y las guerras intestinas. Comunidades semejantes se identifican con sus natales Nayarit, Sinaloa, Durango, Oaxaca, Jalisco. Inseguridad y pobreza convirtieron al siglo veintiuno mexicano en este mapa divido en mitades dispersas a uno y otro lado de la frontera o a manera de fronteras movedizas que avanzan o se repliegan a según pinta la política. Por lo pronto, en Perris, Fontana o Fullerton hallas a los mejores mecánicos, panaderos, artesanos del barro, expertos en agricultura, carniceros, neveros, empacadores, curtidores de piel, o bailadores de caballos.

Y tal vez por eso parece también que se reproducen o clonan como nadie los narcos. Pues entre Carrillos, Arellanos y Leyva caídos, al igual como el personaje arquetípico de Gabriel García Márquez llamado Aureliano Buendía y sus muchos descendientes homónimos, ya todos hemos perdido la cuenta de cuántos capos restan para el reflector.

Por hoy, el profe narco se queda en Puente Grande donde a manera de Anti Quijote seguirá sus lecturas de los templarios y el santo grial. Dicen que no fue buen maestro, pero al país lo convirtió en el aula abierta de la descomposición del sistema político que quiso, como quien sueña un imposible, recuperar el poder.

Al tarot y a la literatura de elucidar las claves de lo que sigue. Pero para dejarlos con una nota optimista, les diré que no creo que sigan las cosas como si nada… Pues ni estos tiempos son los de antes, ni es el PRI el mismo que gobernó setenta años.


Texto y foto © María Dolores Bolívar