¿Reconoces esta torre? Tal vez no la identifiques a primera vista. Se trata del palomar en donde se refugió Tita, la protagonista de Como agua para chocolate, el día en que descubrió que su sobrinito había muerto. Está situado en el antiguo ejido de San Isidro, Coahuila. (Fotografía de María Dolores Bolívar)

Friday, December 16, 2005

La virgen de Guadalupe y yo

Cuando se asume desde el extranjero que la virgen de Guadalupe es el icono clásico de todo México, me siento llamada a desmentir. La imagen guadalupana no es sino un rostro, uno más, perdido en un mar de devociones -cada quien para su santo o santa-, acendradas hasta el extremo en todo el país. Desde la madre de Jesús hasta las más recónditas y olvidadas representaciones del más nutrido séquito real.

En casa, no era la virgen de Guadalupe quien resguardaba el umbral, sino una señorial virgen de Fátima, que desde su pedestal de yeso, acabó llevando a cuestas la poca estabilidad de nuestras vidas, al tiempo en que nos seguía, de caja en caja y de pared en pared, hasta acabar, hecha añicos, durante una fiesta de adolescentes.

Pero... ¿Tenía razón aquel amigo? La virgen morena forma parte de nuestras vidas, ineludible, incontrovertible.

Un tren de peregrinos

De niña me sorprendía cada año, a eso de los comienzos de diciembre, el fervor guadalupano. Por mi escuela, situada a un lado de las vías del ferrocarril de Cuernavaca, en la urbanísima Polanco, pasaban las procesiones que venían de diversos puntos del norte y del oeste del país, a pie. Las imágenes que derivaban de ese paso no eran placenteras. Nos producían una gran sensación de tristeza aquellos hombres y mujeres, muchos de ellos andando de rodillas, desarrapados y extenuados, que iban hacia la villa de Guadalupe, a cumplir una manda o a hacer un ofrecimiento.

Nosotros, que éramos demasiado jóvenes aún para entender las aristas de esa devoción sin límites, nos preguntábamos quiénes eran esas personas. En nuestras reflexiones o diálogos, tan pasajeros como suelen ser las conjeturas a esa edad, notábamos un rasgo peculiar que nos distanciaba de tanto peregrino. Sí, parecía claro y contundente, aquellos peregrinos no tenían nada que ver con nosotros, ni con nuestros padres o parientes. Entre ellos no estaban nuestros amigos, nuestros primos, nuestros maestros. Ante ellos éramos la audiencia involuntaria que prefería no verlos, para no profanar a esa existencia otra que, casi en nada, nos tocaba. Ahora se que la fe no se divide en clases, sino en regiones y tiempos históricos. La fe, es un tremendo espejo desde cuyo interior gritan las jerarquías, las diferencias, las injusticias del tiempo y de la historia.

Los abismos que entonces ya se abrían tenían que ver con los bordes que separan a una ciudad del campo, a un medio urbano del aislamiento y el tradicionalismo que ara surcos eternos.

A un lado y otro del Cañón del Cobre

Era también por esas fechas que escuchaba a mi padre hablar de la ignorancia que latía cual trasfondo de aquella realidad tan sórdida, fuente de caminantes o emigrantes motivados por la fe, la devoción y el rito. Mi padre no quería a los curas y menos a quienes fomentaban las peregrinaciones a manera de manda colectiva. No lo culpo. Siempre hablaba del gran obstáculo que representaba la iglesia en el desarrollo de Nayarit, donde hizo su servicio médico. Mi padre creció en un México donde la división de la iglesia y el estado no eran pamplinas, sino un cañón del cobre separando dos puntas del mundo.

Un día, me atreví a decirme en silencio, todavía siendo una niña, cuánto me gustaría ir con ellos, los peregrinos; seguir la ruta de las vías y llegar a la meta, tan solo para no quedarme detrás de las bardas de ladrillo de mi escuela, mi vieja escuela, la misma que todavía se yergue, de testigo, junto al mismo paso del ferrocarril, pese a que la tecnología lo haya desplazado.

Te seguiré buscando

Aquel tren humano, cuyo número de vagones resultaba interminable se quedó, sin duda, como el espectáculo más sórdido y grave de mi niñez. Lo he visto repetirse muchas veces, en otras vías, en otros contextos, motivado por otras vírgenes y santos, imanes de la devoción masiva. Y todavía pienso que alguna vez me gustaría unirme a ese flujo de creyentes para dar con ese más allá protector representado en el halo que ribeteaba el bulto de mi guardiana casera, la también célebre virgen de Fátima.

Y apenas caigo en la cuenta. No tengo en casa una efigie de la guadalupana, en cualquiera de sus formas, sí en cambio una estampita de Fátima colocada casualmente junto a la ventana con la encomienda de cuidar a mis hijos mientras no estoy… Así que, al menos por ahora, parece que la tradición guadalupana continúa existiendo de soslayo en mi mundo –viéndola pasar ajena a mí- por lo menos en lo que a mi familia respecta. Tal vez la próxima vez que dé con una virgen de Guadalulpe, la compraré, para quedar a mano con esa misión que interrumpo fehaciente, para que nunca mis hijos me reclamen la omisión.

Diciembre 12, 2005