¿Reconoces esta torre? Tal vez no la identifiques a primera vista. Se trata del palomar en donde se refugió Tita, la protagonista de Como agua para chocolate, el día en que descubrió que su sobrinito había muerto. Está situado en el antiguo ejido de San Isidro, Coahuila. (Fotografía de María Dolores Bolívar)

Thursday, February 19, 2015

Amores de paso


María Dolores Bolívar

“quiénes me van a esperar,
quiénes no quieren mi canto,
quiénes me quieren morir,
quiénes no saben que llego
y no vendrán a vencerme,
a sangrarme, a retorcerme
o a besar mi traje roto
por el silbido del viento.”
Pablo Neruda (fragmento de El pájaro yo)


Este es uno de los muchos poemas de Pablo Neruda que me atrapan, “Me llamo pájaro Pablo…” Y en cuántas canciones no nos hemos topado con alusiones a las aves, tan misteriosas como extrañas y seductoras.

Hace años, cuando vivía en Scottsdale, en mi balcón cayó un ave herida. Se trataba de un pájaro copetón y vivaracho de pecho y plumas grises con ribetes amarillos. Corrí con suerte pues la inmigrante polaca, una vecina que cuidaba a mis hijos cuando yo iba a trabajar, supo que hacer, con naturalidad envidiable. Lo arropó en una sábana que trajo de su casa, le dio un poco de agua y lo dejó volando en su apartamento, libre, sin preocuparle la higiene ni menos el ir y venir del ave, perturbada al principio por un Chau Chau que era el león de aquella casa.

No pasaron dos días sin que el pájaro comprendiera, clarito, que su territorio no era el del perro y se acostumbró, primero, a volar con más garbo y menos perdedera de plumas. Luego, a acomodarse sobre las aspas del ventilador, que pese a los calores y por respeto a él permaneció apagado.

Siempre me sentí afortunada de haber encontrado una socia temporal como Wanda, a quien le endilgué tal tarea, sin mucho insistir. La pasión y el buen juicio con que se hizo cargo del pájaro me pusieron en deuda con ella, para siempre, aunque ya de por sí lo estaba por querer y cuidar a mis dos hijos. Imaginarán que corrieron las anécdotas del huésped que, poco a poco, empezó a llevarse al tú por tú con el Chau Chau, al punto de que llegó, incluso, a viajar bien acomodado entre sus orejas.

Para no alargar más el cuento diré que un día, más o menos al año de haber llegado, el pájaro, que seguía libre y revoloteando muy a sus anchas con su nueva familia, se fue. Tanto Wanda como su marido contaban el final con gran dolor e invadidos por las lágrimas. Y se congratulaban de haber estado presentes a la hora en que partió, el invitado, pues según decían, habrían desconfiado del perro que comenzaba a incomodarse con las confianzas que se mandaba su compañero de casa.

“huye, teme, sospecha, inquiere, cela,
y hasta que ve que el cazador es ido,
de pensamiento en pensamiento vuela.”
Lope de Vega (Fragmento de Canta pájaro amante)


Por esas mismas fechas cayó, casi en el mismo punto del balcón, un segundo pájaro, esta vez más ordinario que el anterior, descopetado y choncho, de plumas color café con un toque de blanco. Me pareció inoportuno repetir la faena con mis vecinos, ya de por sí en duelo, así que en esta ocasión llamé a un santuario de aves para pedir consejo.

Por el teléfono me dijeron que tomara una sábana suave y lo envolviera sin tocarlo con la mano hasta colocarlo en una caja; ellos se encargarían de rehabilitarlo, lo que quería decir, prepararlo a volver con su parvada.

En el santuario había de todo, la encargada les enseñó a mis hijos libros, carteles y, sobre todo, los llevó al exterior a donde vimos recuperarse de una fractura a un correcaminos y donde tenían, también un halcón. Y, cosa de magia, cuando crucé de regreso hacia la puerta, me detuve a mirar un cartelón de pájaros migrantes donde apareció uno muy parecido al copetón que estuvo entre nosotros.

No tuve que dar muchos datos antes de que la encargada del albergue me contara que pájaros como ése le llegaban con frecuencia pues tenían un sistema frágil que los hacía perder altura cuando confundían los estacionamientos con lagos. En el albergue, al que me instó a llevarlos no bien los encontrara, lastimados, los colocaban en esas cámaras especiales hasta que estaban listos y fuertes para irse con su grupo.

Con eso comprendí lo que quiere decir “ave de paso”. Aquel copetón tan simpático recobró fuerzas en la casa de nuestra querida amiga polaca que lo tuvo de huésped de honor. Poco a poco, tomó confianza, disfruto de la estancia y partió, en cuanto los suyos pasaron a buscarlo.

“¿Sabéis cómo se viaja hasta el país del sol?...
¿Sabéis dónde se encuentra la eterna primavera,
la fuente del amor?...”
Alfonsina Storni (Fragmento de Golondrinas) 

Mi carrera con las aves me reservaba todavía otra experiencia igual conmovedora. En 2004 nos visitaron unas golondrinas. Colocaron sus nidos sigilosas y alborotaron en el balcón, llevando y trayendo lo que les dio la gana de ponerle a su casita, que parecía más que un nido cualquiera, tremenda obra arquitectónica. Pareció que pasaron la voz, pues luego de unos días el edificio se llenó de ellas, que atolondradas como son, no previeron que se encontraban en barrio de cuervos.

En cuanto los críos empezaron a asomar, los cuervos planeaban sin piedad, espantando a todo el vecindario. Y así pasó que un bebé golondrina, pequeñito, cayó, de nuevo, en mi balcón. Esta vez fue Lili quien lo levantó y le ofreció un casito con agua. Como en San Diego el albergue cerraba a la hora del desaguisado, tuvimos que esperarnos una noche de vigilia y apapacho junto al bebé golondrina. A cierto momento los suyos intentaron llevárselo, lo empujaban con sus piquitos para que tratara de volar y revolotearon muy cerca de nosotros, haciendo ruido y aleteando con fuerza.

Lo llevamos al albergue muy temprano y vimos como lo colocaban con otros bebés casi idénticos en una zona ambientada y segura.

“Iba la noche empezando;
el día iba oscureciendo;
cuando en un árbol robusto
medio destroncado y seco,
graznó un cuervo enorme echado
en unos grietosos huecos;
sus ojos fosforescentes,
su corvo pico entreabierto.”
Rubén Darío (fragmento de El ala del cuervo)

Nunca supe qué ahuyentó a las golondrinas de mi edificio, si fue el administrador, atendiendo a las quejas de algunos que se molestaron por la basura y los desechos; o si fueron los cuervos, quienes las ahuyentaron, de manera efectiva y para siempre. O acaso fuimos mi hija y yo, que no supimos reunificar a esa familia de inmigrantes, de manera más efectiva.

De esto han pasado años y no he vuelto a ver golondrinas en el área, pese a que llevo casi trece viviendo aquí. Tampoco han caído pajaritos en mi balcón y los cuervos, que jamás me molestan, son los únicos que visitan los aleros y tejados de mi edificio, con regularidad.

Si creyera en la magia pensaría que me hablaban a mí, que había un mensaje en aquel acontecer esporádico de aves en mi vida. Pero no supe descifrarlo.

Ahora voy, en mis caminatas, a observar a las gaviotas, a los pelícanos, a los patos. Durante un tiempo estuve interesada en Audubon, la asociación protectora de animales. Pensé que en algún momento dedicaría más tiempo a la naturaleza y al medio ambiente. Y como nunca es tarde, para nada, tal vez ese sea mi siguiente derrotero.  [Continuará]


Texto y foto © María Dolores Bolívar

Thursday, February 05, 2015

La disidencia y las fosas clandestinas


María Dolores Bolívar

“Atorados” dice por único dictamen un gobierno que no busca la justicia sino salir de un impasse que lo tiene, según su propio dicho, “cansado”… La involuntaria elocuencia de esas palabras revelan a nuestro país como una democracia fracasada.

Desconfianza, dolor, rabia, duda, preguntas… todos los mexicanos somos víctimas.

“Llevaré a los padres a los cuarteles”, dijo el secretario de gobernación con cara de indignado. Su vaga aclaración no era afirmativa, advertía en cambio a los que no son padres de las 43 víctimas de la violencia policiaca de Cocula que no entrarán.

“La transparencia” concesiva (¿condescendiente?) de ese señor me es evidente. Piensa que el abrir los cuarteles a la ciudadanía es una gentileza de su parte, debida sobre todo a su benevolencia… y no un compromiso con la democracia, ni menos la respuesta obligada por parte de un funcionario público.

Otra voz espuria resonaba en el ánimo, la del procurador de “justicia”. Sus referencias al dolor llevaban consigo la apariencia de cansancio, límite, advertencia. El creer y aceptar la verdad iba, como por decreto, a advertir a todos que, aunque el caso no se cierre, ya no hay vidas qué exigir. Como si dictar la muerte desde la procuraduría fuese con la advertencia de que no se tolerará ya marchas ni quejas.

La expresión desafortunada de “estar atorados” dictó otra alocución presidencial. “No podemos quedarnos atorados” aseveró el presidente varias veces, al referirse a un país que no parece avanzar, a su juicio, hacia donde él quiere. ¿Y qué quiere el presidente? Que el país de vuelta a la página y siga… es decir, que sigan adelante sus reformas, la corrupción, etcétera.

La situación, el relato de los hechos, la fabricación de testigos, las llamadas “pruebas”… nada convence menos que esas verdades, no se sabe si ensambladas para horrorizar o para hacer creer, de nuevo, que los muertos estaban en el lugar equivocado, que su muerte se debe a un error de cálculo por parte de ellos –los muertos- y que el gobierno no tiene más responsabilidad que urdir la narrativa que lo saque del “atorón” y seguir adelante.

Surgen muchas preguntas. Qué pasaría en EEUU si 43 estudiantes desaparecieran y que se diese a conocer que el alcalde de su ciudad era el principal responsable de su desaparición. Que al conocer de los hechos el procurador de justicia de la nación ordenase no su aprehensión, sino la vigilancia cautelar.

Que luego, al buscar a los desaparecidos aparecieran restos de muchas más personas, en numerosas fosas clandestinas. No la existencia de una o dos, sino de campos enteros de restos humanos para los que las autoridades municipales, estatales y federales dicen no tener pista de quienes son o por qué están ahí.

Si además el clamor de los pasados seis años se sumase al de los últimos tres en los que no solo se acumula la rabia sino más muertes -decían que el número ascendía a setenta mil, pero probablemente sea mayor- a los que el régimen anterior llamó “daños colaterales” sin jamás aclarar ni una sola, así fuese perpetrada por secuestro, matanza, enfrentamientos, fuegos cruzados, reventamientos de casas achacadas a una guerra sin cuartel y sin rostro. Porque desde hace ya quince años que se implantó la costumbre de que policías y soldados lleven pasamontañas para cubrirse el rostro.

¿Qué pasó en Tlatlaya? ¿Qué pasó en Cocula? Y las preguntas y las muertes se parecen a otras. En el televisor escuché a un entrevistado decir que no se aclaran en México las muertes desde el sesenta y ocho… Pero se equivocaba, en México las muertes nunca han sido aclaradas. Cayó el imperio luego de colocar las cabezas de sus enemigos, los criollos alzados, en ganchos que todavía penden de la Alhóndiga de Granaditas y, desde entonces, el enemigo de los mexicanos nunca da la cara. “Lo mataron” se dice… “fue baleado”… A tono impersonal se evade responsabilidades. El mal llamado “crimen organizado” es hoy la pauta de una criminalidad que jamás se aclara ni jamás se castiga. Y si alguien pagó por todas esas muertes de la historia fue algún incauto que “confesó” su crimen, sin jamás denunciar de dónde vino la orden.

Y vuelvo a la pregunta. ¿Qué ciudad, qué estado en EEUU, qué democracia en el mundo habría resistido un embate como ese? ¿En qué periódico del mundo un encabezado igual: “desaparecidos 43 jóvenes, se piensa que la policía los quemó, echando al río sus restos”, habría quedado sin aclarar? ¿En qué país del mundo un hecho semejante habría dejado al gobierno dar vuelta a la página y luego salir ileso, sin condena ni mancha? Vaya… ¿qué narrador fantasioso, habría urdido esta trama de 43 desaparecidos cuya búsqueda llevase a otras fosas, quiero decir, de Cocula a La Joya, De La Barranca del Tigre a Las Parotas…  Y que esas horríficas tumbas clandestinas llevasen a otras en una interminable búsqueda de restos sin nombre…?

¿Narcofosas? Las tumbas masivas (bien habríamos podido decir tiradero de huesos) que para la ley y al estado de derecho no son sino eufemismo, quedan de sola evidencia de una cadena de muertes y una guerra interminable donde los mexicanos, las víctimas, no sabemos bien a bien quien dispara, quien mata, quien muere.

Los culpables, a menudo coinciden con las policías, el ejército, la autoridad. Y no nos enteramos por qué encarcelan y a quién, a quién enjuician, a quién castigan, a quién indultan… Aquí y allá surgen los sospechosos, los confesos, los exhibidos ante las cámaras a manera de espectáculo, pero luego sus juicios se posponen, se obvian, se condonan. Los caídos en manos de la justicia ya son exonerados, ya huyen. En más de una ocasión ha habido muertos que revivieron, cadáveres que luego huyeron, restos que se extraviaron. Sucede igual con los botines, cambian de manos, se esfuman, vuelven a aparecer.

Las fosas clandestinas son hoy el símbolo tajante de un país donde reina la impunidad, donde los procesos no se siguen, donde autoridades y criminales gozan de fuero.

¿Qué más? ¿Qué sigue? Sólo preguntas, estimo.



Texto y foto © María Dolores Bolívar