¿Reconoces esta torre? Tal vez no la identifiques a primera vista. Se trata del palomar en donde se refugió Tita, la protagonista de Como agua para chocolate, el día en que descubrió que su sobrinito había muerto. Está situado en el antiguo ejido de San Isidro, Coahuila. (Fotografía de María Dolores Bolívar)

Monday, July 04, 2005

Murrieta en tierra propia

por María Dolores Bolívar


les maisons y sont si hautes, qu´on jurerait qu´elles ne sont habitées que par des astrologues
Montesquieu


Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
talvez un jueves, como es hoy de otoño.
César Vallejo



I Acaso cronicar es contar o vivir comme il faut

Conocí a Manuel Murrieta hace años, tal vez más de los que recuerdo. Desde el primer encuentro en el desierto de Tempe (nada desierta ciudad que se desdobla a la más mínima curiosidad, sobre todo cuando la abordas desde el portal de un diario en español del mercado yaqui de Guadalupe, Arizona) me convenció su pasión por el periodismo, traída de otras vidas. Manuel pertenece a esa rara estirpe de periodistas de verdad, que asumen su papel de informar contando, pese a todo, lees de verdad todo, lo que contar implica.
Desde las páginas de El Observador, seguramente también por la entrañable amistad que lo une con quien fuera su dueño, me convenció a escribir semanalmente para sus páginas interiores de Cultura, tituladas ya CulturaDoor. No supe lo que prometía, cuando lo hice, y no bien rindes la primera entrega te urgen ya con la siguiente.
La temática fronteriza y bicultural de aquellas páginas y el entusiasmo de Manuel compensaron mi esfuerzo inicial. Pero luego fue el esfuerzo en sí mismo, inspirador emocional y terapéutico; puntual afán al interior de mi cubículo donde, de otro modo, no pasó mucho más que la metódica abyección de una rutina improductivamente eficiente.
¿Quién me iba a decir que años después sobreviviría haciendo lo que aprendí, de ese modo -que no era sólo escribir, editar o corregir líneas cuyo mensaje, ya pulido, parecía decir quería decir-?
En CulturaDoor aprendí, más fácil dicho que vivido a pulso o a teclazos, lo que es la presión diaria o semanal del periodismo versus la modorra académica; el responder a gente que sí lee –y hasta desmenuza lo que escribes- sin permitirte la tregua que da el que tus palabras corran tan solo el privilegio de empolvarse, olvidadas, en anaqueles o atiborrados cajones o cubículos que ni su propio autor vuelve a leer jamás.
Cuando en la redacción de Imagen lidiaba con un promedio diario de 7800 palabras, entre las secciones de Cultura y Opinión, declaré a Manuel mi entrenador periodístico –suerte de coach- avant la lètre.

Acabo de buscar cronicar en El diccionario de la real academia española y recibo la respuesta estándar “la palabra cronicar no está en el diccionario”. Entonces se me antoja decir que Manuel la inventó y que me gusta para conjugarla en regular terminado con ar.
Porque cronico, cronica y cronicamos, esta vida cronicable, croniquera, encroniquada. Trabalenguas para la historia, el cronista cronica sin que la crónica deje de dar cronicables momentos dignos de la más croniquera encronicada. O ganador de crónicas cronicables.
El que logre cronicar lo incronicable será un buen encronicador. Y qué tal si en lugar de irse de juerga, irse de crónica o en vez de parrandearse, encronicarse.

II Dicen que cada ser humano le merma cien árboles en su vida al planeta

Junto al tiempo descrito se apilan los textos aparecidos en papel delgadito. No todos son buenos ni todos contables. Si se midiesen en papel las vidas, algunos de entre nosotros justifican -¿justificamos?- más que otros, con creces, los cien árboles que cada ser humano merma a la naturaleza, según cálculos, puntos suspensivos.

Cuando corrimos la fortuna de organizar el Simposio de Cultura Popular Mexicana, en Arizona State University, Manuel y David fueron las almas contables, contantes y sonantes, más laboriosas y reales. A ello se sumaron, no sin aplauso, las veleidades de Brianda Domecq, enfrentada a un furibundo Leonardo Richtel –mano a mano- que conocía la trayectoria de la Santa de Cabora –personaje de una, paisana y heroína del otro-; los cabeceos de Volek, mientras se presentaba Sergio Pitol, y viceversa; la riña consabida entre quienes desean el sitio preferencial en todo cuanto se organiza, pagado de contado, en fajos que ni los narcos.

Una tarde, atribulados por el quehacer agotador que genera una actividad como esa, Manuel se me acercó para anunciar que afuera del salón –nos reuníamos solemnes en el elegantísimo Museo de Arte de la Arizona State University, Tempe- hallábase, furiosa, Fidelia Caballero.
Imaginaba aquella sonorense riogeña y chapeteada –de gentilicio sanluisriocoloradense- que la audiencia sería, según tuvo que referir Manuel, multitudinaria, masiva, así que, reclamando fueros, avisaba que no habría de presentarse sino con cien asistentes, por lo bajo.
Aquello me llevó a contar, pausada, a los diez adormilados oyentes de la última ponente de la mesa, que pareció avivarse con nuestros sordos cuchicheos, pero Manuel, supe después, ya le había dicho a Fidelia. “Pues ya quisiera yo una audiencia como ésa, Juan Villoro, yo [Manuel], de los pocos que hay ahí, genuinamente interesados en la literatura.”
Ignoro si el efecto que tuvo en mí aquel comentario influyó en que Fidelia no cumpliera su amenaza. Al final, los tres simposios que sumaron la fase esa de nuestra proeza promotora de las letras en el extranjero no quiso ser superada, por nadie.
Peo vinieron, eso sí, más vivencias que cronicar, de índoles varias. Junto a Améxica, las tertulias de Tempe y el Simposio, surgieron Imagen, La Llovizna, Olas Civiles. En Zacatecas, nos presentamos en equipo, con una audiencia impecable que abarrotó la galería, donde, en circunstancias semejantes, con otros de protagonistas, no se pararon ni las moscas.
Y allá fueron Manuel, Leo Cervantes, David Muñoz, Orbis Press. Cronicazos su llegada, en caravana, desde Phoenix hasta Guadalupe, Zagatecas, pasando por Durango y Sombrerete.
No darían estas genealogías para imaginar más posibilidades geográficas y lúdicas ni los caminos seguidos hasta Hermosillo, hace un par de semanas, donde ni nos olimos, David o yo, que Manuel estaba por ganarse el premio del libro sonorense, mientras taqueábamos la primera ronda de tres de asada, averiguando, entre cosas de menor importancia, si con tortilla de harina o de maíz.

III Ojos de sonorense

Son pocos los textos que leemos en la vida y que nos inspiran la gana de decir que nos habría gustado escribirlos, o que dicen lo que a nosotros nos habría gustado decir. Tal vez por eso no recuerdo qué fue primero, si la torre de Eiffel o la de Murrieta; la vista por dentro, desde las tribulaciones de Gustavo, su inventor, o la que luce contra el cielo para deleite del río de turistas que se avalanza a diario, a Sena traviesa.

Verán, pasé una corta temporada en el 32eme de uno de los edificios del conjunto que rodea al Hotel Nikko en París, en el Quais de Grenelle, a una salida del metro que lleva a la tan célebre y puntiaguda estructura de metal. Cada mañana, desde mi studio aérien, irrumpía, café en mano, sobre el recogimiento parisino. Otros, en mi lugar, se habrían sentido afortunados y hasta poderosos. Yo me sabía una verdadera intrusa, atreviéndome a ver a París de arriba abajo, con irreverencia y desafío. La altivez posmoderna de aquellos rascacielos desentonaba, además, con la ceremonia amielada de la Eiffel, hasta ese año única vigía impasible de las mansardas y azoteas del Trocadéro. Afortunadamente no alcanzaba a verla, orientada como estaba hacia el puente Mirabeau. Me habría resultado insoportable enfrentarla, dame historique de Paris –el símbolo mismo del cambio de milenio-, de tú a tú, desde mi ventanal, semipolarizado, con tan solo una endeble armazón de metal, en color plata, de protección contra mi mal de altura.
Al menos tuve el privilegio de compartir, tan inconcebible experiencia, con Louis Chevalier, quien publicaría su libro L´assassinat de Paris, al año siguiente 1977. Aquel enérgico professeur, d´avant le soixante huit (de antes del sesenta y ocho), lamentó conmigo, su alumna, el afeamiento arquitectónico de la ciudad que Montesquieu alcanzó a cronicar, a escala humana, desde abajo –comme il faut-. Y, muy pronto, me mudé a Passy, a un tercer piso interior, donde unos días de pleitos de concièrge bastaron para constatar que París seguía siendo, en el nivel habitual y apresurado del rez de chausée (al ras del piso), la misma ciudad que todos anhelamos devorarnos.
Pues desde entonces, hasta hoy, no había vuelto a recordar Grenelle ni las alturas de sus rascacielos. Es más, por primera vez confieso, salvo a través de la crónica de Manuel, jamás entré en la torre leyenda de mi los-entre-siglos-y-entre-los-milenios.

Sí, sí, viví París en dos ocasiones preñadas de maravillosos momentos y he estado ahí de visita muchas más, pero nunca cedí, como lo hizo mi paisano, a la tentación de hacer la largúsima cola que requiere ascender por la estructura metálica, eternizada por Eiffel. Tuvo que ser Murrieta quien activara esos hilos –enjambre de cables- hoy curiosa invocación que va desde mi breve residencia en Grenelle y el no haberme dejado seducir por los interiores de la tour – cual en un guión escénico- hasta Gustavo Eiffel, al tiempo en que imagino que recibe, según cuenta Manuel, uno de los primeros fonógrafos de manos de Tomás Alva Edison (sospechoso de haber nacido en Sombrerete y no en Ohio). Pues muy bien podríamos redimensionarnos todos -conectarnos- en una divertida crónica cuya protagonista indiscutible siguiese siendo la Torre de Manuel –que para algo sirvió al fin- vista minuciosamente por dentro.

Yo, que me precio de conocer París como la palma de mi mano, necesité a Manuel –ojos de sonorense- para conseguir, por fin, el cara a cara con Eiffel, Edison y la Mata Hari, de pilón… y que todos apareciésemos bebiendo vin chaud en el sueño que Verne le confió a Murrieta, como de oreja a oreja, acabadito de salir de su pluma –la plume mítica que solicitaba anhelante Arlequín al buen Pierrot, al claro de la luna- cronicadora de sueños.

IV Te llamarás Manuel

No he leído sino unas cuantas páginas del libro ganador La grandeza del azar-Eurocrónicas desde París. Eso sí, debo presumir que las conocí en plena hechura, un poco menos que contadas de viva voz, a través del correo electrónico que conectó a su autor, aunque muchísimo menos que de habitual, con sus amigos de todo el mundo. Fue así como me enteré, en Zacatecas, de su paseo al Vaticano y de la divertida manera en que relata haber visto al papa, en medio de la mayor muchedumbre que ha debido rodearlo, a Juan Pablo Segundo en miniatura, colocado en el mítico balcón que da a la Piazza di San Pietro.

Y es que la crónica, para Manuel Murrieta, es sistema de vida. Hacerla conlleva una manera de ver, de registrar los datos, a cabal precisión, para luego elegir cuáles y cuando contarlos. Tal vez por eso el París de sus páginas resulta que se entrevera con el París personal, visto y sentido; ese que nos descubre al patriarca peruano o a la Madame Dicure, asilada eslovaca; el que nos lleva a imaginar la ducha al final del pasillo o la escalera oscura de camino a la chambre y la chambre misma, medible de pared a pared a la extensión sencilla de ambos brazos. Manuel revive en su manera de contar lo visto y lo no visto, depositando en nuestro afán viajero aquello que despierta en cada una de las ventanillas del recuerdo que haya podido parecernos propia… junto al deseo de regresar a fijarnos mejor o a hojear, esta vez sí, aquella insólita revista de latinos que anunciaba mudanzas, envíos monetarios a Argentina o sitios para matar el hambre con causita peruana o papas a la huancaína.

Lo que me pasa con cualquiera de los textos de Manuel es que los recuerdo como si hubiera estado en ellos, metida, de testigo. O estuve, sin saberlo, a efecto de vidas que parecerían por fuerza antecedidas de la magia ancestral de la palabra.

Eso sí, jamás vaya a ocurrírsete cambiar un nombre o equivocar la fecha… Sin acordeón ni nada, así nomás, por el gusto de recordarlo todo, para contarlo, cual si el azar en su grandeza insólita, antecediese, con su debido valor regenerativo, a toda vivencia, a todo texto, a la historia que contamos y que nos contamos.

¡MUCHOS AZARES DE ESTOS, MANUEL!

No comments: