¿Reconoces esta torre? Tal vez no la identifiques a primera vista. Se trata del palomar en donde se refugió Tita, la protagonista de Como agua para chocolate, el día en que descubrió que su sobrinito había muerto. Está situado en el antiguo ejido de San Isidro, Coahuila. (Fotografía de María Dolores Bolívar)

Wednesday, September 07, 2005

Para quienes nos miran de cerquita



por María Dolores Bolívar


"She dropped her resistance: she was captivated by images suddenly welling up from books read long ago, from films, from her own memory, and maybe from her ancestral memory: the lost son home again with his aged mother...the family homestead we all carry about within us; the rediscovered trail still marked by the forgotten footprints of childhood... the return, the great magic of the return."

Milán Kundera


Esta semana me tocó acompañar a mi hijo Gustavo a inscribirse a su último año de preparatoria. Lees bien, acompañar, no llevar. Aunque fui yo quien condujo el auto y quien firmó los formularios médicos, académicos, sociales, en verdad iba como si fuera sombra. A los diecisiete años la mamá ya sobra. No quieres que nadie sepa, entre todas las que figuran en la cola, cuál es la tuya y hasta quisieras poder escogerla, cambiarla, mejorarla para que nadie asociara contigo a la real, la de todos los días. Tengo suerte, porque mi hijo se siente orgulloso de mí, o así parece. Se yergue a mi lado en silencio, la mayor parte de las veces que estamos en público, sin ocultar que soy yo, la única, la inconfundible madre que en el tono gris más pronunciado del sombreado que deambula a su lado por todo el plantel, lo acompaña.

Este año no pude sino recordar momentos bellos. El más tangible, el que de verdad “parece que fue ayer”, apenas, es cuando lo llevé al Kinder, de la mano. Gustavo era un gordito sonriente que fijaba sus ojos en todo cuanto se le atravesaba. Parecía que tocaba con la mirada al mundo, repasándolo cauteloso y atento, una y otra vez, para el tiempo. Le tocó estrenar su escuelita en Del Mar aunque nos ausentamos los dos primeros meses de ese año para irnos a México, donde impartí un curso para el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer -PIEM, de El Colegio de México.

La escuela, nuestro cosmos primigenio

La maestra, joven, entusiasta, nos recibió dirigiéndose a los niños y no a sus padres. Les daba la mano, intentaba hacerlos sentirse en casa, como si fuesen grandes. Gus demostró de entrada no ser un novato. Tres años en la guardería de UCSD, bajo el cuidado y guía extraordinarios de Trudy, su maestra, capitana de aquella nave activada desde el centro de operaciones Kid Pix, le valieron una gran seguridad. Desde entonces ya parecía que las computadoras eran su segunda naturaleza. Al primer contacto con su nueva escuela se detuvo en los libros el tiempo suficiente para darme a entender que estaría bien, muy bien. En nuestro caso, colegí desde entonces, no habría lágrimas ni trauma de separación. La escuela, era como una extensión de nuestras vidas o el cosmos primigenio. Gus nació en la Universidad de California en San Diego,UCSD, literalmente, en el hospital universitario, y había comenzado a ir a su guardería –La palma- el día en que dio su primer pasito.

Yo, llevaba casi toda mi vida en un plantel y no recuerdo año en que no haya repasado, por lo menos una vez, la anécdota del día en que mi madre me llevó de la mano al kinder, a punto de cumplir los tres, porque acababa de aprender a leer, con los monitos, y porque decía que me aburría en la casa.

Así que Gus y yo, yo y Gus, nos rencontrábamos, en aquel año clave de su quinto año de vida, en terrenos francamente familiares. Pues Carmel Valley fue, la puerta de ese recuerdo, con sus molduras coloradas y su estructura de castillo mágico.
Cuando regresamos de México, Gus, que ya leía de corridito desde los tres, se convirtió en el ayudante de su master teacher, la señora Dina Balfour.

Por años guardamos sus libros de letras y fonemas y sus dibujos. Uno está en el recuerdo, único, irrepetible; es aquel en que le pidieron que dibujara a su madre. El procedió. Me puso una cabeza grande, con pelo negro, apenas visible sobre la frente y la parte de atrás de las orejas. Cubriendo el cuerpo espigado me colocó una blusa de rayas y una falda ampona, como de bailarina de can-can. Los dedos de mis dos manos eran largos también, en forma de espaguetis. Al calce, una leyenda insólita remataba la imagen que, cual instantánea amorosa, se fijó en mi memoria. “My mother is six foot tall and writes books” (Mi madre, escribe libros y mide seis pies.)


Hace unas cuatro pulgadas me dejó

Ya no le parezco de seis pies. A mi modesto metro sesenta y dos Gus me dejó, hace unas cuatro pulgadas. Ahora me mira para abajo con la mirada dulce y condescendiente del hijo mayor. Me corrige el inglés, su deporte favorito; me invita, de cuando en cuando, a entrar en un pasaje de No Fx o a soplarme enterita Dinosaurs will die (los dinosaurios morirán). A veces me da por instarlo a que me revele sus aficiones políticas, o me cuelo en su cuarto para leer sus doodles (grafiteos), en hojas perfectamente detalladas que dibuja con letras pequeñitas que dicen, lo mismo que sus camisetas –que compra vía Internet-, inscripciones originales como “I am not weird, I am just different”, “Idiot savant” o “That´s okay, I live in my own little world”. Ese hijo independiente, circunspecto y pensativo, me recuerda, a momentos, a la jovencita del chaquetón de pana negro con el bordado a mano, sobre la bolsa izquierda “la vida es un blues”. Pero, casi siempre, lo encuentro original, diferente, en ese mundo que poco tiene en común con el mío, tan hábil hoy en las computadoras, como cuando rescató en preescolar el archivo que un compañero de salón había puesto por error en el expediente virtual de la basura.

Y no los aburro más evocando el martes que nació, en medio de un rebumbio de enfermeros e investigadores de biología molecular, porque se me ocurrió donar mi placenta para la investigación, por consejo de Linda, mi amiga bióloga, entonces mi compañera de apartamento, que hacía su doctorado en los laboratorios Firtel; ni cuando lo eligieron para el programa de niños superdotados –a vistas, comentó Sergio Pitol cuando le conté que los tomaban a prueba un año para ver si daban el ancho- pero luego mi Gus clasificó entre el 3% más alto de la escala. No contaré a mis anchas el episodio en el que obtuvo el premio a la olimpiada del conocimiento en su región -¡en Zacatecas!- con apenas dos años de estudios en México. ¡Para qué…! Si los mejores momentos han transcurrido a diario, en la asequible existencia de mi fanático de las computadoras que se prepara, paso a paso, para estudiar ingeniería; ese virtuoso del buen genio que todavía sonríe, aunque ya no es gordito, ni pequeño, ni requiere de mí para llevarlo de la mano a ningún sitio.

Individuales, más allá de todo estándar

Y no pude sino pensar que el año próximo irá solo a inscribirse; firmará el mismo sus formularios; se preparará a votar –republicano o demócrata-; obtendrá su licencia y conducirá su auto y su vida como mejor le parezca. No sé si he sido buena o mala madre, sé si que he tenido la suerte de ir a su lado, el trecho ya descrito. Nada de lo que él es hoy puedo adjudicármelo por completo. Los humanos somos individuales, mucho más de lo que quisiéramos. Tenemos nuestro físico propio, no obstante las características estándar de las que habla Kundera al aludir al tiempo de los humanos, en Ignorancia. Somos únicos en la mente, en la creación de nuestro espíritu, en la soledad de nuestros planes y aspiraciones. Mi hijo es un ejemplo entre millones. Así que quise compartir este momento grave con aquellos que vieron a Gustavo crecer, entre el trajín de la mamá soltera y la académica singular y renegada. De aquí para allá, entre congresos y veranos y cursos en el extranjero. Lo mismo en las playas de Almuñécar que en las pirámides de Cholula, o tristeando una tarde en Zacatecas, de esas muchas en que las vicisitudes del poder, que ni él ni yo digerimos muy bien, me llevaron a quedarme sin trabajo.

El tiempo pasa y hemos cumplido un ciclo. Otros vendrán con sus nuevos embates. Pero quise que sepan que su amistad y compañía han sido las piezas de este rompecabezas llamado madre. Muchas veces los amigos, qué digo, todas las veces, jugaron un papel decisivo. Por eso les dedico esta memoria, al garete, porque cuando uno vive y se percibe, además, en eso de intentar vivir intensamente, lo más bonito es compartir, contar… contarlo todo.

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