¿Reconoces esta torre? Tal vez no la identifiques a primera vista. Se trata del palomar en donde se refugió Tita, la protagonista de Como agua para chocolate, el día en que descubrió que su sobrinito había muerto. Está situado en el antiguo ejido de San Isidro, Coahuila. (Fotografía de María Dolores Bolívar)

Monday, November 28, 2005

Votar o no votar

El voto migrante careció de la respuesta masiva que se esperaba. ¡No me extraña!




por María Dolores Bolívar



Eso de votar ha ido cobrando dejo de moda y, claro, con las modas, surgen las variaciones, las cliques, los enfrentamientos, los encontronazos. Cierto que votar es democracia, estilo línea de lema radiofónico; pero el votar no es la democracia. La democracia, a menudo, se expresa muy a parte del voto o, hasta podemos decir sin lugar a equivocarnos, a pesar del voto. Asumir voces o tener representatividad no se reduce al voto, ni mucho menos a un proceso electoral cuya legitimidad se desgaste en constante entredicho.

Veamos un poco. Yo crecí en un México en que el voto era execrado al máximo. Participar en cualquier contienda que convocase a acercarse a las urnas era francamente ajeno a la mayoría. El recuerdo de dos campañas fallidas, antes y después de Álvaro Obregón, llevaron a la gente a creer que su voto no era sino objeto de manipulación, de persecución, de transa política.

En esas oscuridades electorales a menudo uno no entendía por qué el PPS postulaba al mismo candidato que el PRI o por qué la existencia de partidos era visiblemente nulificada por el triunfo seguro de uno solo, que se eternizó en el poder setenta años.

En Estados Unidos la tradición partidaria entre demócratas y republicanos es también hoy objeto de desencanto. La polarización reciente de la población, con su consecuente división en dos mitades irreconciliables, comenzó a avivarse en los ochenta. Antes, una línea divisoria gris hacía contender a un campo y otro por la alternancia que, dicho de otro modo, es el ahora tú y mañana yo, business as usual!

El abstencionismo de los setenta era como la marca histórica de las democracias contemporáneas. La disidencia hallaba su válvula de escape en la cultura popular, en la toma de calles y espacios masivos. Lo que ahora de manera exacerbada algunos llaman sociedad civil, no era otra cosa que la contracultura, el salirse del statu quo y buscar, fuera de “los cauces” habituales del voto y las candidaturas políticas, recuperar la voz para luego hablarse al tú por tú con políticos de nombre y apellido.

Ninguno de estos dos países, México o Estados Unidos, habría podido imaginar cómo la convivencia vecinal habría de profundizarse con el cambio de milenio. De la noche a la mañana las fronteras se volvieron ya no porosas sino móviles. Con la amnistía de los años ochenta la presencia ciudadana de los mexicanos y los salvadoreños aumentó de manera tan notoria que comenzó a ser tema de encabezados y primeras planas. No era que antes no hubiese migrantes, sino que su número y presencia carecían de importancia para las altas esferas políticas. Si hoy aparecen los Trancredos o los Gillroy es porque la migración entró en el terreno del capital electoral. La última década ha ocurrido lo mismo con los candidatos mexicanos. Previo a este frenesí de migrantes y remesas, el último candidato presidencial que hizo campaña en la frontera fue José Vasconcelos. Los nuevos tiempos, sin embargo, lo requieren, lo esperan, lo fomentan. Algunos hasta han soñado ver revivir las sociedades juaristas o los comités patrióticos de allende las fronteras, a lo largo del siglo diecinueve.

El contexto transfronterizo pone en alerta a los nacionalismos trasnochados. Puestos a dialogar, dos Méxicos, dos Salvadores, dos Guatemalas, difícilmente se ponen de acuerdo. Los mexicanos, salvadoreños o guatemaltecos de afuera, motivados por distintos procesos de vida, tienen también distintas perspectivas. Disidentes, ya por el hecho de no elegir el destino manifiesto de una vida sin oportunidades, no se ciñen con facilidad a las retóricas habituales del hombre de oficina, poder e influencia. La larga división entre las facciones que tamizaron hasta más no poder el posible voto del migrante mexicano hizo que éste, al fin, se volviese sospechoso, en el mejor de los casos; en el peor, inútil y poco motivante.

Las preguntas a ese respecto son muchas. Qué despertará el interés, quiénes. Cómo hacer que la información fluya, que reciban inspiración los de un lado y del otro de la línea si apenas se conocen. Cierto que son familia, a veces dividida, pero lejana al fin, por efecto de la geografía. Tan solo en la mía, propia, si recurro a los hermanos, primos, sobrinos y demás parentela, hablamos de una topografía tan vasta como elusiva y diversa en intereses y filiaciones patrióticas. Qué tengo yo en común con Mateo, mi sobrino que concluye el seminario teológico en Europa o con la rama de la familia abocada a las ciencias duras. Qué puentes, otros que los afectivos, pudieran llegar a tenderse en una red política que fuese de Torreón a Guadalajara, de Irapuato a Champotón, de Chihuahua a Dallas, de San Diego a Rouen, de Walpole a Cacabelos, de París a Tahití. Las familias reales están más pulverizadas en gustos y aficiones que los propios partidos políticos. Pensar una campaña pretendiendo que Johnny influya en Juan o viceversa es tan estúpido que no habría término eufemístico o sutil que diese cuenta del tal proceso.

¡Y, porfas, que me aviente la primera piedra virtual aquel cuya familia sea afiliada, sin mácula, de un solo partido! Así que ojo con aquellos cuyas esperanzas democráticas se funden en la intención de conseguir que voten por el mismo partido los de un mismo apellido o que todos elijan irle al mismo candidato. Tal vez por eso nuestros políticos, sabios que se consideran a sí mismos, decidieron la elección unilateral de sus candidatos. Esmerados en ahuyentar al votante, o así al menos lo parece, decidieron por sí y para sí, en el gremio cerrado de sus influencias y apoyos más incondicionales. Solo que, como se dice en los juegos de niñitos, algo anda mal en este cuento. ¿Por qué entonces procuran mi voto para validar sus intereses de coto cerrado? ¿Qué papel juego yo en esos terrenos de la componenda burocrático política, tan a la mexicana?

Creo que nada, por eso, modestamente, decididamente, guardé mi tarjeta de elector en una caja que se empolva en el rincón de mi armario, sin uso ni futuro. Registrarme para votar habría sido un reto, no lo niego, la noche en que llegué a mi casa a enterarme por la televisión que habían asesinado al candidato Luis Donaldo Colosio. Habría hecho cola, mil veces, para participar en el voto el año que se eligió a Vicente Fox, contra él, claro está, entonces y ahora. Pero en la futura elección, donde las disyuntivas apenas dan para rima chusca de Día de los Muertos, no, mil veces no. Imagínense, pasar toda una mañana decidiendo entre Roberto Madrazo y Andrés Manuel López Obrador, alegrándome de que Martha Sahagún no esté en las boletas, ella que ha superado en escándalos, incluído el de pretenderse la sucesora natural de Los Pinos, a Irma Serrano.

Pero para no caer en la visión meramente personal me fui por varios días preguntando a mis amigos si querían votar. Les diré lo que obtuve, en unas cuantas líneas. Mis colegas de la universidad me observaron con patetismo que indicaba que les preocupó mi pregun
ta por mí, no por ellos. Uno sólo, zacatecano y profesor de español como yo, fue contundente. “María Dolores, deja ya de pensar en México como si fuera parte de tu realidad. Yo sólo pienso en México cuando llegan las vacaciones. A México quiero ir cuatro días, incluyendo el que me toma el viaje de ida y el que me toma el viaje de vuelta.”

Otra que nunca falla con la urgencia de revivir las tradiciones y ser parte de México siempre y por siempre, sugirió que no anduviera metida en votaciones y esas cosas y evocó a cuenta de lo mismo los asesinatos de periodistas en Tijuana. “Yo no voto”, subrayó, “así me paguen.” La lista es larga; Toña, recordó tiempos en que votó y su voto no contó para nada. Rosa me dijo que no tenía la menor intención en poner en riesgo su obtención de la ciudadanía de Estados Unidos, por andar votando. José se tomó unos quince minutos y dos coronitas en explicar que sus primos de Texas viajaron a Chiapas, el año pasado y se metieron en tantos problemas que desde entonces nadie de la familia quiere ir, ni siquiera para la Navidad.

Me pregunto, yo que tengo oportunidad de repasar la lista larga de repudios, excusas y salvedades, si los mexicanos no hemos asumido la noria apátrida como el mejor antídoto contra la corrupción y sus desgracias. Ansiosos que estamos de dejar de ser el objeto en la mira para los de este lado, hemos comenzado a preocuparnos por no tocarnos con ese allá conflictivo y revuelto que hoy, ay hoy, nos acaba de sorprender con el último escándalo del presidente bufón: A punto de perder la guerra con los Estados Unidos, sobre un diferendo basado en la caricatura de Memín Pinguín –por lo menos no se trató de un chisme de telenovelas- y pasar a la historia como el peor presidente de México, mandilón, racista, torpe, etceterilla, tal vez albergue la aventura triste de irse a la guerra con un país al que, sólo por ignorancia, acaba de considerar su enemigo pequeño.

Ay, el voto. Si votando lograra liberarme de la clase política, lo haría, no me cabe duda alguna. Pero al saber que con mi voto el IFE pide más dinero y alimenta más bocas como esa, de vituperio y grandes necesidades que acaban traduciéndose en escándalos de hurto y cochupo, prefiero no votar, lo siento.

Saturday, November 26, 2005

Día de gracias en Fallbrook

por María Dolores Bolívar
Entre mis dos mitades hay un punto o una semilla o el principio de la línea que todo lo divide en dos, salvo que decidamos lo contrario…


Acción de gracias, día del pavo, día de dar gracias, dansgivin. Todavía no nos ponemos de acuerdo en castellano en como abordar este día tan significativo para el mundo anglosajón, tan difícil de asumir para el mundo del inmigrante hispano –tan de otro modo presto a adoptar cualquier celebración, aún Halloween-.

Por años ese día también pasó desapercibido para mí, salvo por el detalle de que las ciudades estadounidenses se paralizan, cada vez menos horas, pero de manera común, sincronizada y evidente. Ningún negocio opera a la hora de cenar y muchos cierran el día entero. Puedes quedarte sin comer o sin diversión. Muchos turistas, despistados, acaban varados en algún aeropuerto sin saber qué hacer ni por qué, en jueves, todo se detiene.

Me ocurrió una vez, hace años. Viajaba hacia Perú y fui desviada a Los Ángeles, procedente de la ciudad de México. Llegué a eso de las nueve de la noche. Cuando salí del aeropuerto me pareció que entraba en un pueblo fantasma y no en la ciudad más ruidosa del planeta. Claro, como venía de México el día del pavo me tomó por sorpresa. No tuve más remedio, entonces, que meterme al cuarto del hotel y encender la televisión. En cosa de minutos me enteré de mi entuerto. Llegaba a la meca del cine en día sagrado. Ahí no habría otra cosa que hacer que lo que hacía con desgano sobrado, recorrer el impresionante número de canales disponibles para quienes como yo, por esa noche larga, no tendrían con que o con quien desaburrirse en una fecha como esa.

Aquél día reflexioné curiosa. Mi familia jamás celebró el estadounidense thanksgiving. ¿Por qué? No lo sé. Supongo que las razones provendrían de la misma lista que intentó explicar inútilmente por años mi madre, por qué tuvieron que transcurrir más de diez años antes de que en casa se almorzara a las doce y no a las tres de la tarde. Las costumbres mexicanas prevalecían en este lado de la frontera para nosotros. Así, el día de acción de gracias sólo podía existir con una enorme interrogante y mucha oscuridad e indiferencia.

No recuerdo el número de días que pasaron antes de que por lo menos preguntásemos, entre nosotros, los motivos de la celebración o los pormenores de la tradición tan a la americana. Luego el nacionalismo también privó cuando juzgamos que no adoptaríamos tal fecha por principio, sabedores de que representaba al colonialismo con el que ningún miembro de la familia, desde cualquiera que fuera su posición política, llegaría a identificarse jamás.

No fue sino hasta que mis hijos entraron a la escuela que comenzó a preocuparme el ignorar, supinamente, fecha tan importante. Un día me dije, no acaso me enseñaron aquello de que “al país que fueres…” Pues con diligencia ayudé a Gus a confeccionar su pavo de papel, el primer año. Para el segundo, que nos tocó de tarea describir la tradición, entré en mejores componendas, le sugerí que hiciera una presentación acerca de los rasgos “mexicanos” de tan estadounidense festividad. Mi Gus, que siempre me escucha de soslayo, aceptó sin respingo y se mandó tremenda investigación de los alimentos que conforman el sonado día del pavo. Guajolote, papa y camote, tarta de calabaza. ¡Uf! El mundo nahua, a todo lo que da. Le ayudé a redondear la idea y al final, iniciamos a sus compañeritos en la empresa de interesarse en los orígenes indígenas, verdaderamente indígenas de sus costumbres culinarias.

La digresión, como en tercera dimensión hizo que en años subsiguientes discutiésemos en familia el feriado este. Pues nada que sin sentirlo nos pusimos a celebrarlo, año con año, desde Arizona. Lo divertido es que cuando fuimos a Zacatecas extrañábamos el día. No vayan a pensar que hacíamos pavo con salsa de arándanos, no es para tanto. Pero sí me llegó a ocurrir imaginar lo que haría en San Diego el tercer fin de semana de noviembre. Luego mis hijos preguntaban, recordaban, comentaban… y así, supe que el día había hecho sitio en mis recuerdos, muestra indeleble de que ya era la inmigrante consumada cuyas raíces, echadas hacia ambos lados, hacían su surco subterráneo, silencioso, contundente.

Este año, a diferencia de muchos otros en que me hice muchas conjeturas, decidí asumir la tradición de manera tranquila, aunque todavía sin polendas. Daría las gracias, por todo lo que tengo, por los milagros recibidos a diario los últimos tres años. Mi hija Lilia me sorprendió en los preparativos con una pregunta que inspiró este escrito: ¿Mamá, acaso decidiste por fín asmiliar el thanksgiving? La respuesta era sí, pero no la solté de inmediato. La repasé en mi mente varias veces, la convertí en esta declaratoria grave que ahora escribo. Debo haber entrado ya, de lleno, a mi vida de inmigrante.