¿Reconoces esta torre? Tal vez no la identifiques a primera vista. Se trata del palomar en donde se refugió Tita, la protagonista de Como agua para chocolate, el día en que descubrió que su sobrinito había muerto. Está situado en el antiguo ejido de San Isidro, Coahuila. (Fotografía de María Dolores Bolívar)

Monday, November 27, 2006

Motivo para que nuestro oficio se entristezca

Por María Dolores Bolívar

Este 23 de noviembre el periodismo mexicano perdió a un grande que se opuso desde todos los frentes a la corrupción que ha llevado a nuestro país por el camino de su crisis actual. Sin filosofías complicadas ni frases rimbombantes J. Jesús Blancornelas se dedicó a reportar la realidad, como testigo que era, en tiempos negros. Y tuvo el valor de no quitar, literalmente, el dedo del renglón. Semana a semana apareció el desplegado condenando a los sicarios que le quitaron la vida al gato Félix y, después, a Francisco Ortiz Franco.

Yo lo admiraba mucho a Chucho, a quien con confianza nos referíamos todos los de mi generación. El fue como un maestro cuya materia, de haberse impartido formalmente, habría sido la honestidad. Ser honesto no es fácil en el oficio periodístico, pero Blancornelas tenía la doble virtud de ser honesto e implacable con los que no lo eran. Con esas dos virtudes habría bastado, pero él era además un hombre de análisis y reflexión lúcidos. Su lucidez y habilidad para decir las cosas lo llevaron a convertirse en un hombre peligroso. El sabía que sus días estaban contados y los vivió a cabalidad denunciando los nexos entre gobierno y narco. Para él, la manera como funciona el narco en México, con casi total impunidad, no era sino el síntoma fatal de regímenes a los que había que combatir, de frente.

Y así, de frente, peleó siempre. Su semanario es ejemplo de persistencia, honestidad, pasión y compromiso con su oficio.

Pero Chucho contaba con algo más agudo y valioso, el humor. Su gran sentido del humor, tal vez, fue su chaleco parabalas. Pocas plumas en México han dominado el humor entreverado con palabras serias. El humor de Blancornelas no era un humor negro. Era humor que abordaba una realidad negra… a manera de talismán de vida.

Evoco la última comunicación que intercambié con él, que respondía a quienes lo buscaban con la sencillez y la gracia de quien corresponde con un amigo. En aquella ocasión yo había dedicado mi columna a un comentario acerca de un dato expuesto por don Jesús en su columna semanal en un texto titulado “Títulos sin estudiar”. Se refería en aquel texto, de pasada, al título patito de una funcionaria de Zacatecas. La coincidencia con ese mundo interior de México me llamó a reflexionar y le envié mi texto, que ahondaba en el asunto, acaso deseosa de recibir su aprobación. La respuesta no se hizo esperar. Al día siguiente me respondió y yo me sentí muy feliz al saber que leía mis comunicaciones. ¡Vaya honor! Aquí transcribo el texto en cuestión, tan solo para transportarme, a manera de ensoñación, hacia aquel último momento de intercambio con una de las mentes más lúcidas de las que habremos de tener noticia, por largo tiempo.

* * *

¿En qué se habría doctorado Sancho Panza?

Por María Dolores Bolívar

En Zacatecas dolió el callo a Esperanza Avalos. Ocurre que la susodicha ostenta un doctorado (¿patito?) de la Pacific Western University y hoy refuta lo dicho por Jesús Blancornelas en La Crónica.

Aclara Esperanza Avalos obtención de doctorado (Periódico Imagen)

¡Conciencia tranquila!

La doctora Ávalos reclamó espacio en la prensa para replicar indignada que obtuvo, indeed, título doctoral de empresa universitaria que doctora “sin asistir a clases de forma regular” y cuya oferta educativa, vía Internet, “permite la compra de material necesario y la presentación de trabajos”.

Ávalos dice, incluso, que sus estudios “están registrados ante las autoridades educativas en Estados Unidos y en la Secretaría de Salud (SSA)”.


Sin ambages declara “estoy al frente de los Servicios de Salud y no me dedico a ninguna actividad política”. Y puntualiza con acierto,
”el contar o no con un doctorado no es un requisito indispensable para cubrir algún cargo de primer nivel en el gobierno estatal.”

Doctorada con tesis “Desmosonosis y Autoinmunidad”

Me dirigí al sitio web de la PWU. Busqué en la lista de académicos los nombres de quienes habrían dirigido tal tesis (¿médicos, microbiólogos?). Vaya de muestra este botón:

Eric Heckscher, Ph.D.
Foreign Language Administration
D.Sc. Psychology, Université de Montréal
B.Sc. Psychology, Stanford University
Diploma, Applied Linguistics, Institut Colonial et Commercial de Bruxelles

No se afirma que Eric tenga doctorado, sólo las siglas Ph.D. Tal vez sólo se llame Philip Desmond. Analicemos sus otros títulos: D. Sc Psychology, por la Universidad de Montreal. D ¿será diplomado por allá? Luego tiene B. Sc, también en Psicología, por Stanford University ¿Se refiere a B.S, en Ciencias? ¿Hizo acaso Pre Med (premedicina)? Nadie que concluyó Pre Med en Stanford diría tener un B.Sc. Para sorpresa mía, no sigue un doctorado sino otro “Diploma”, en Lingüística Aplicada, por el Institut Colonial et Comercial de Bruxelles (les debo el dato pues al parecer no existe). Heckscher aparece como profesor y como Adjunct Faculty, o sea profesor de asignatura (sin planta, doble rol). Ahí dice:

ERIC E. HECKSCHER, Ph.D.
Beverly Hills, CA
Psychology, Social Sciences, Humanities, Behavioral Sciences, Education
Education Administration, Management, Public Administration, Engineering Management

¡Orale! Dr. Heckscher imparte cátedra en psicología, ciencias sociales, humanidades, ciencias del comportamiento, educación, administración educativa, administración, administración pública y administración de ingeniería (whatever that means). No se sabe si es doctorado por Beverly Hills, CA o si ahí vive. NO puedo sino preguntarme ¿cómo asesoraría a la doctora Avalos, quien, a distancia, realizó y compró materiales para la realización de la tesis “Desmosonosis y Autoinmumindad”, alguien que jamás habrá atendido caso alguno de autoinmunidad?

Por cierto, Desmosonosis no existe, ni en el diccionario de la Real Academia del Español, ni en ningún otro diccionario, incluídos los de medicina, términos médicos y hasta el común Manual Merck

Ya de puntillosa y enfadosa, busqué si había otro profesor médico, microbiólogo o científico digno de ese comité doctoral y encontré a TAE WHA KANG, también “Ph.D” por West Covina, CA, quien con tal aval imparte las epecialidades de Biología, Tecnología Médica, Biología Molecular y Microbiología. Ningún hijo de vecino resultó este señor, salvo por el detalle de que en West Covina no hay una universidad con ese nombre, ni menos una que tenga la alta misión de preparar microbiólogos.


He aquí la lista de universidades cercanas a West Covina:
Citrus, Mount San Antonio, Rio Hondo, Whittier y Pasadena, todas en la categoría del Community College (universidades que sólo imparten los dos primeros años de estudios o el llamado “tronco común” y nunca un doctorado.) La lista crece cuando solicitamos las universidades ubicadas en un radio mayor, de varias millas, Azusa Pacific, Cal Poly, Calstate Fullerton, Claremont McKenna, Claremont School of Theology, Immaculate Heart College, Occidental College, Osteopathic School of Medicine, Pitzer College, Royken College, University of La Verne y Woodbury University. No existen West Covina State, UC West Covina o West Covina University.

De títulos a títulos

Otras preguntas quedan: ¿Por qué registró Avalos su título en la SSA y ante autoridades de Estados Unidos y no sacó su registro de profesiones o el certificado de equivalencias en la Secretaría de Educación Pública? Andaba desorientada o elude de ese modo demostrar que se brincó el trámite de la revalidación.

Como ella bien aclara “la Pacific Western University es una organización educativa que otorga la posibilidad de doctorarse sin la necesidad de asistir a clases de forma regular”, algo que muchos querrían ver convertirse en política educativa de la Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ) o ya lo es.

Cierto es que no se requiere que tenga doctorado para ocupar un cargo público, así hubiese sido ése el criterio de Amalia García al verse deslumbrada por la trayectoria de Ávalos, ella que tal vez no haya concluido su propia licenciatura. Por el estilo estarán las distintas carteras: En la subsecretaría de gobierno, donde se requiere a alguien que sepa de comunidades y necesidades del pueblo, hay uno de la capital, que hasta ahora no había pisado el campo. En agricultura uno que no distingue entre raya de zebra y mancha de vaca. La señorita de Finanzas posa desnuda para un pasquín local, la de Turismo y cultura escribe Zacatecas con “s”, la síndica del ayuntamiento de Zacatecas, impuesta por la cúpula del partido de la gobernadora, se adueñó del legado de Manuel M. Ponce y lo mantuvo y usufructuó por años en su casa. A nadie extrañaría ya que salgan con que tienen doctorado “honoris causa” de Moldavia o de Zetina en Bakersfield. Y no habría más que contar el número de tesinas que declara Ricardo Monreal Avila, exgobernador, en su currículo, encaminadas éstas a obtener el doctorado de la UNAM, que cursó, según describió él mismo para la prensa, durante doce años que se desempeñó en cargos públicos que incluyeron el senado y una gubernatura.

Francamente, lo que me extraña es que Ávalos no cuente con un título doctoral de la UAZ, institución local que los prodiga, también sin asistencia regular, a diestra y siniestra; o en la Complutense de Madrid, institución que avasalla en record de zacatecanos doctorados por allá, más que madrileños o que cualquier otra nacionalidad.

Y el comentario que me enviara Jesús Blancornelas, hoy mi tesoro:

Gracias por su amable correo y datos. Ahonda más que mi amigo informante. Ese si con maestría y doctorado reconocidos. Tanto así que está en las Naciones Unidas.
Le solicito autorización para utilizar parcial o totalmente su texto en el futuro.
A la vez una pregunta: ¿Donde leyó mi artículo? En Zacatecas los periódicos no me quieren.
Saludos cordiales.
J. Jesús Blancornelas.

Literatura y periodismo o viceversa

por María Dolores Bolívar



Ponencia ofrecida en el foro Literatura y Periodismo, el 16 de noviembre en la IX Feria Internacional de Libro de Puerto Rico.


Escritores y periodistas o periodistas-escritores somos solamente testigos y las palabras y las imágenes son nuestro instrumento. Yo no concibo un poema, un relato, un texto cualquiera que no trasmita esa fugacidad del tiempo en 
todos sus matices… esa que inicia con una plana húmeda, recién impresa de mañana y concluye a eso de las doce, sacando brillo a cualquier ventanal.

La literatura, la buena literatura, no se limita a tiempos o lugares. Así nos lo enseñaron nuestros buenos maestros. Quien lee La Ilíada y La Odisea sabe que el viaje a Ítaca está ocurriendo siempre. Todos somos Ulises, como lo demostró magistralmente James Joyce. La literatura, me atrevo a afirmarlo, es una manera de testimoniar sin fechas o con fechas emblemáticas. Las muertas, una extraordinaria novela del autor mexicano Jorge Ibargüengoitia, fallecido trágicamente en 1983, le fue inspirada a su autor por una nota periodística. La empatía generada alrededor de los personajes involucrados en un crimen colectivo en un prostíbulo del Bajío, en el interior de México, lo conseguía el novelista, mientras la nota roja lo dejaba en el segundo plano, en el nivel de insensibilidad que a menudo nos generan los hechos de la realidad. Las poquianchis, todavía hoy, son recordadas no por sus vecinos o clientes o por los descendientes de estos, sino a partir de los personajes que Ibargüengoitia argumentaba se habían quedado cortos ante la escalofriante realidad que en vida los envolvió en una trama de miseria y crimen. Igual ocurrió con María de mi corazón, el cuento-guión del colombiano Garbriel García Márquez. El relato de cómo una avería llevó a María a ser forzada a permanecer en un reclusorio de enfermos mentales no era sino la alegoría del mundo ineficiente, arrogante y corrupto de las burocracias latinoamericanas. Una mujer, solicita ayuda en una carretera, en medio de un aguacero, y es recogida por un autobús que transporta a pacientes a una clínica perdida en un poblado entre Puebla y la ciudad de México. La insensibilidad del personal de aquella institución generó esta historia fabulosa. Otra vez, el escritor la volvió creíble, verosímil.

El periodismo resulta a veces inverosímil de tan insólito. Ya en el siglo XIX los escritores gustaban del periodismo como de un ejercicio cotidiano necesarísimo, uno diría alimento para sus conciencias. Angel del Campo, José Joaquín Fernández de Lizardi, Ramón López Velarde, se forjaron en la brega de la palabra diaria. Y no solo las proezas de alta envergadura intelectual, como lo fueron las hazañas independentistas o revolucionarias sedujeron a los capos de la pluma y los impresos. Curiosamente, uno diría que las virtudes literarias tienen, entre otras cosas, poderes adivinatorios. Y la realidad los nutre y de sobra. Una realidad abigarrada de la que André Bretón dijo ser surrealista, sin pensar para nada en los alcances de aquella frase acuñada a manera de presagio. No hace mucho mi país, México, se vio sumido en una trama tragifantástica en donde los personajes eran una médium, una señorita que prestaba servicios sexuales a domicilio, un presidente, su hermano, un funcionario de conciencia negra, etceterilla. A cada vuelco en esa línea argumental tan barroca, las sorpresas fluían para asombro de todos. La línea entre realidad y ficción se volvía frágil, qué digo, inexistente. Muchos en México al recordar aquel episodio lo encuentran cosa de risa. La osamenta que se presumió pertenecía al político desaparecido, en aquel caso, fue retratada por la prensa, que aguardaba su descubrimiento como quien reporta los hechos contundentes de una historia ordinaria. Los lectores insensibles pensaron que se trataba de un montaje y se negaban a meterse en la horripilante trama como si no estuvieran ya ahí, bien adentro.

En nuestra literatura los visos trágicofantásticos no faltan, entreverados estos de manera increíble, con la realidad que se urde a partir de ellos… o viceversa –ya comencé con esa paradoja de literatura-periodismo y viceversa. El cacique que colocó en nuestra imaginación Carlos Fuentes, en La muerte de Artemio Cruz, se parece a todos nuestros caciques, pasados y presentes, pero sobre todo a Fox, sólo que éste todavía no acaba de morir solitario. En su realidad oximorónica, está inerte –o muerto en vida-, como si fuera mero personaje de novela, mientras real es aquel, emanado de la página. Algunos me dirán que todavía no hay una novela que retrate bien al personaje de Andrés Manuel López Obrador. Acaso sí la hay, pero a fragmentos, en los antagonistas pretensiosos de toda buena línea argumental… inventándose páginas de acciones predecibles pero imaginativas como cualquier insólito personaje de reto cuya trama estuviese ya escrita de antemano y cuyos giros un buen guionista tuviese que enmendar para no defraudar al público expectante. Existirá, por ahí, la crónica de la muerte de un candidato anunciado, que se portó como divina garza hasta el día en que los votos apenas si alcanzaron para la urdimbre de un compló (cariñoso de complot) entre historia y relato o prensa contra cabellera sobre la superficie de un cuadrilátero ribeteado de banderas y pancartas de todos los colores.

Que Pedro Páramo, como yo digo en mi libro varias veces, no se detuvo en los lindes estatales para inventar Comala. Comala es nuestros pueblos abandonados, en plural, nuestro campo que muere o se desangra, alegóricamente, por los desfalcos y crímenes que de manera pulcra comete contra él la globalización… convirtiéndolo en ese sitio del que casi todos ya fuimos expulsados, como del Edén, para irnos en la brega del migrante, de aquí para allá. Errantes, en diáspora, iban las almas de la novela de Pedro Páramo, como filtradas por entre las grietas de las rocas y el moho que deja atrás un día de lluvia en que los ecos cobran vida. Errantes, en diáspora, fueron Las almas muertas de Nicolás Gogol, en venta cual lotes de objetos o mercancías, ya ánimas. Errantes, en diáspora, vamos hoy todos los hispanos… con nuestro idioma y nuestra mentalidad -¿identidad errante?-a prueba del tiempo y de los depredadores culturales. Comala es una realidad que nos abraza a todos, no importa si en Añasco o en Celaya, en Mazapil, San Pedro Sula, La Quiaca o Potosí.

Escritor y periodista son ambos una sola cosa, testigos sensibles, testigos que aprenden a mirar con ojo detallista y afán de memoria. Que es a partir de la memoria que preservamos las claves de nuestra cultura. Yo acabo de mirar, hace unos días, el fabuloso documental fílmico de la revolución mexicana de 1910 llevado a la pantalla por el ingeniero Salvador Toscano, pionero del cine mexicano. Siendo casi un niño, como ayudante de su tío periodista, Salvador anduvo en la línea de fuego. De fines del siglo diecinueve en que nació, al año en que dejó México, luego del asesinato de Pancho Villa. Lo visto y vivido quedó plasmado en las vistas que le sirvieron para testimoniar su tiempo. Gracias a eso nada de lo que nos cuentan sobrepasa lo que ocurrió. Así podemos percatarnos que cualquier novela, cualquier relato, se queda siempre corto cotejado con la realidad que intenta representar.

Durante el tiempo que trabajaba en el periódico Imagen, en la ciudad de Zacatecas, conocí y compartí espacio con el editor de la nota roja, el señor Arturo. Don Arthur tenía un talento especial para contar los dramas cotidianos con mucha gracia. Su sentido del humor se agregaba a aquel talento y convertía, sin más, ese mundo de datos colocados con acierto para intrigar a sus lectores, de manera inmediata. No facilota sino inmediata, genuina, espontánea. ¿Pero por qué la nota roja, que sedujo también a García Márquez, a Ibargüengoitia, tal vez a Gogol para inspirarse en ella? Al cabo de algunos años de vivir, literalmente, en una redacción, lo comprendí. La nota roja era más benévola, más verosímil, más infinitamente humana que aquella que a diario llenaba encabezados y columnas de las secciones principales. La política, la corrupción, las corruptelas, la mediocridad, otra vez, las corruptelas, las deudas internacionales, el teatro de las relaciones internacionales, las injusticias internacionales parecían inverosímiles, insólitas, inhumanas. Y fue entonces que comprendí la relación real entre periodismo y literatura. Que no es ficción este mundo donde se amanece convencido de que no somos sino insectos… ¿Recuerdan aquello de Kafka… hoy no sabríamos si realista o fantástico?

Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.

En Las muertas, las poquianchis de Ibargüengoitia, lo llevan a uno a trascender lo inhumano de la cotidianidad. Ibargüengotia nos lleva a ver los varios ángulos que convierten a una sociedad cualquiera en una que produce lenonas, tratantes de blancas y asesinas.

Ibargüengoitia registra aquella historia de madrotas, aparejada con la sociedad con la que conviven y a la que nadie acusa. El caso de las poquianchis fue un escándalo nacional durante meses y, sin embargo, no había quien lo pusiera en la dimensión en que lo puso el escritor, tomándolo de la prensa, como ocurre con tantas notas que mueren en un recuadro mínimo del diario. En la novela aquel recuadro adquirió otro carácter. Ibargüengoitia lo volvió creíble. Sus madrotas siguieron siendo unas asesinas, pero a la vez se trató de mujeres comunes y corrientes que comían pan de dulce, que dormían, que platicaban. De los expedientes de sus crímenes, a los que tiene acceso directo Ibargüengoitia, extrajo la parte dura y los volvió sensibles, verosímiles. Mejor, nos puso ante los ojos al mundo, el nuestro, cotidianísimo, que prohijaba tales dramas para luego ocultarlos tras nuestra insensibilidad de lectores a vuela ras.

No hay fronteras entre literatura y periodismo, cuando sabemos leer la realidad y representarla con humildad y fieles a cuanto de sensible se desborda por fuera de las páginas impresas. Escritores y periodistas o periodistas-escritores somos solamente testigos y las palabras y las imágenes son nuestro instrumento. Yo no concibo un poema, un relato, un texto cualquiera que no trasmita esa fugacidad del tiempo en todos sus matices… esa que inicia con una plana húmeda, recién impresa de mañana y concluye a eso de las doce, sacando brillo a cualquier ventanal. Que escriben escritores y escriben periodistas, pero escribir es el medio que nos lleva a sentir y recordar sintiendo lo que la vida diaria hace que olvidemos, unos segundos antes de sentir.

San Juan y Zacatecas: un tremendo apretón de manos




Todo empezó en San Diego, por la noche, y terminó en una plazuela de San Juan, donde por primera vez probé los heladitos de parcha, piña y coco, mientras descansaba el coquí, el poeta laureado de las noches portorriqueñas. Preparaba con ansia el debut de Zacatecas polvo y luz, pero la luz desbordó en cada poro cuando, involuntariamente y a través de mí, San Juan y Zacatecas se daban tremendo apretón de manos.

Guiada por Morbet Morales

Luego de una breve parada en Charlotte, donde me recibió en medio de la noche, de risa maliciosa, el pirata Morgan, junto a la tequilería que me dice lo mucho que el viento ha llevado y traído a esa ciudad sureña, arribé a San Juan, por fin, isla de encantos (en plural). En el aeropuerto me esperaba una joven que reitera en mis haberes testimoniales que nada hay de más útil en cualquier parte del mundo que la asesoría certera y preclara de un taxista o una taxista –Morbet es la primera mujer que con ese oficio aparece entre mis cuadernos-.

-Me dijeron que buscara a una mujer morena, declaró al tiempo en que sostenía media hoja de cuaderno con mi nombre completo escrito a mano, entonces creí que usted era de color. ¿Es usted escritora?

Y de esa línea, nos adentramos en la ruta de nombres familiares que todavía no acabo de poner en orden de aparición, Bayamón, Caguas, Río Piedras, las Toas, Las Vegas Santurce, Guaynabo. Y de sonidos familiares que me llevaron, vaya una conexión, a Zacatecas; aquella portezuela que no cerró al primer tirón, el rechinido de la carrocería y el relato de cómo el policía le dio, a dos turnos, 2 minutitos nomás para buscar a la doctora de color venida de California.

Acaban de inventarse un nuevo impuesto


El taxi de Morbet es su modus vivendi –universal encuentro con la vida real, al nivel del asfalto que pisamos todos. A esta isleñita le pusieron Morbet, que es francés, por una amiga de su madre. De chica vivió en Texas, pero volvió y, desde entonces, reside en San Juan. Ahora jura que nunca irá a vivir a Estados Unidos. Para sellar su juramento me cuenta el caso de unos conductores irreverentes a los que vio en Nueva York ignorar a un joven que repartía volantes.

-Imagínese, a esta distancia, dice extendiendo el brazo hacia un punto imaginario de afuera de su ventanilla, y no, por lo menos, saludarlo.

Y al tiempo que declaraba su amor por Puerto Rico, una tonada clásica la puso en otra frecuencia.

-Ya voy pal coliseo, aquí la traigo conmigo.

Por Morbet me enteré que hay nuevo impuesto del 7%, que se achica el mínimo, que los atascos aumentan con la feria en su punto, salvo por el detalle de estar localizada en una zona no muy buena de la ciudad. Y tras la entrada de descarga y el soplido gélido del aire acondicionado, entré al Roberto Clemente por la puerta de atrás, con todo y equipaje, a unirme al resto de mi delegación que recibió, oronda, el premio a la más comprometida y organizada, nada menos que el día de la inauguración de la IX feria del libro 2006.

Con Mili de coordinadora y a temperaturas que me parecieron bajo cero

El público, de entrada, me dejó más que perpleja. Un grupo de chicos de escuela superior que cursan Taller de periodismo y un grupo de paseantes, lectores, que se esmeran en abordar a los presentadores, Manuel Murrieta, David Muñoz, Rafa Acevedo y Mayra Montero, sí, sí, la autora de La trenza de la hermosa luna. Qué temas, qué caminos, qué estrategias.... David se las canta sereno; hay que escribir de todo pero con la microvisión de quien valora lo humano por sobre todas las cosas. La cubanorriqueña o puertocubana acabó metiéndonos en el mundo de sus entrevistas, como aquella en la que Charles Aznavour trataba de llevarla hacia la gris contundencia de un París inhabitable, en su parecer… Y David, ay David, se pasaba el micrófono con Juan Antonio y Manuel, de un lado para el otro, al tiempo en que interactuaba con su audiencia, a tono sabrosón y muy activo.

De camino al están de Orbis me enteré de algunos pormenores de la feria, de que veríamos –tecnología mediante- el testimonio de Pepín Bello, el último amigo vivo de Federico García Lorca- y todo orquestado por un grupo granadino que contiende que el poeta primigenio de nuestra hispanidad no nació en Fuente Vaqueros sino en Valderrubio (también llamada Asquerosa). Intercambiamos libros y memorias letradas y nos seguimos por el rumbo de la poesía que despedían otros estanes.

Y tuve que correr para la foto del recuerdo, que me tomó, ni más ni menos que Christopher Lebrón, un jovencito de rostro amable y apellido de poeta. Yo se lo descubrí, para su entera sorpresa. La susodicha foto luce aquí, con Mayra y abriría esta serie de quinientas cuya elocuencia no pretendo poner en palabras. Las prometo en galería, próximamente. El resto de ese primer día larguísimo, transcurriría del bosque de los árboles barbones y los picos solemnes a la fuente de los orígenes, no sin pasar por el Morro, la puerta de San Juan y todo en tremenda competencia con Manuel y David por la mejor fotografía. Clic por aquí, clic por allá y unos y otros nos tomamos y tomamos lo visto; entre luces y callejas de adoquín muy bien acicaladas y un montón de policías piernones, en bicicleta, que nos pasaban de frente y de costado, vigilantes de este bastión del turismo caribeño, el viejo San Juan.

Quedó pendiente una entrevista con Lolita Lebrón y no descansaré hasta hacerlo, para ello dejé el encargo a Mario Alberto y a Nidia, del periódico Claridad. Mis palmas a la hospitalidad perfecta se las lleva Mili, una boricua con aire de Ava Gardner, o debería decir una Ava Gardner de sangre borincana que no dejó de sonreír y que cumplió a cabalidad, hasta el minuto cero de la partida, con la tremenda generosidad del mejor anfitrión.

Amanecer en un jardín cuyo protagonista espiritual es Don Pedro Rochet

-Siéntase con confianza, para cualquier cosa, ocúpeme, porque a mí lo que me gusta es servir.

La charla inició cuando inquirí por un instrumento impresionante hecho de madera e hilo. Es una podadora a base de dos palos y una sierra tijera. Minucioso y displicente don Pedro me explicó su mecanismo rudimentario pero efectivo. Y sin saber por qué caminos me estaba ya contando de su vida en Manhattan, de bebé, cuando perdió a su madre y lo trajeron a vivir a Mayagüez, al cuidado del padre y de la abuela paterna.

-Fui operador de radio, consejero de adictos, restaurador y hoy, soy jardinero.

Hace cinco años que tiene a cargo esta tremenda arbolada del seminario conciliar. Don Pedro saluda a las plantas cual si fuesen humanas, les pregunta si están tristes, si les falta algo. Me enteré que Don Pedro estuvo casado y vivió en Estados Unidos. Su larga odisea de vida, se convierte con facilidad y fluidez en un relato apretadito y breve. Don Pedro toma aire para contarme que anduvo en Tijuana. Y al decir Tijuana una sonrisa aparece en contrapeso de sus memorias trágicas. Pues México le trae buenos recuerdos, pese a todo lo malo que lo trajo hasta este jardín. “Así empezó mi aventura” dice al cerrar el recuento de su vida. Y corroboro de nuevo. Uno cree que su historia es la peor y eso no es cierto. Le cuento a Don Pedro que mi abuelita decía siempre que si hubiese un mercado donde cambiar las penas todos iríamos curiosos pero nos regresaríamos con las propias.

Poetas encuevados de cuerpecito frío y voz arrolladora

Puerto Rico conversa de día y de noche. Cuando se callan los coquis, poetas de la noche, comienza el vocingleo matutino. Si los textos pudieran escucharse este sería sonoro como sus protagonistas isleños. Para ser fiel a esa tradición de vida en permanente movimiento pasé más de treinta horas despierta, de una orilla a otra de América. El único descanso que tuve al cabo de todas esas horas en pie se resume en la charla con Don Pedro y con José Luis Pons, a punto de dar sus exámenes doctorales, en el pasillo contiguo a nuestra vivienda temporal, la casita. José Luis llegó a preguntarme si daba yo también los exámenes y la charla se fue, sin rumbo, por una historia de caciques, terratenientes y miserias que hoy solamente produce diásporas infames.

Charlar con un portorriqueño es igualito que leerte varios libros. Fue así como hice migas con Lucy, otra mágica fuente de organización y diligencia de la Feria del Libro. Lucy acompañaba mis escapadas fumadoras –porque fumé a rienda suelta mientras estuve en Puerto Rico- con los relatos de su vida y sus andares. Fue así como supe que ella era gendarme, operadora de boletería, cocinera y supervisora de los grupos infantiles que se desbalagaban con frecuencia de sus maestras guía. Lucy, con risa inolvidable, volvió mis marginales salidas temporalmente adictivas en agradables momentos de desafane de lo académico y profesional. Al recordarla, ya estoy haciendo nota aparte pues no probé sus guisos típicos. En otro viaje será.

De las infames diásporas a las interminables charlas con un público lector

Primero fue la charla entre periodistas. Larga retahíla de quejas contra los empresarios de la palabra de fácil contentillo con la gente del poder. Pero no ahondamos demasiado en las tragedias. Había en cambio que alentar a esos jóvenes que quieren ser periodistas y que le dieron tema y motivo a la actividad lectora; animarlos a seguir por los caminos de la libre expresión. ¡Vaya quilombo! Mi primera presentación anduvo de la mano del humor. Después de todo, no hay tragedia que no tenga su lado cómico. Además ya llevaba más de un día entre las tradiciones criollas de esta isla enamorada de su identidad latina. Así, posesionada del picadillo, la yuca y las habichuelas con arroz y la memoria de un bistecito encebollado que intentaría probar, esa misma noche, perdí la noción del tiempo mientras leía Casa vacía y contestaba las preguntas de mi segunda audiencia, o la primera, pues se quedaron los asistentes a mi conferencia a escuchar la mesa donde Manuel, David y yo presentamos, felices, nuestros libros.

Al terminar el día más productivo desde que dejé Zacatecas, nos fuimos a cenar de manteles bien largos con la familia de Cielito, mi tía portorriqueña, al Ajili Mojili. Una vez más, San Juan me seducía entre las vueltas lentas del atasco, de camino Al Condado, con sus hermosos edificios Art Deco que la cámara apenas si pescó, entreverados con las luces, la hilera de paseantes y la fila interminable de moles de concreto de varios pisos, con vista al mar. Chiqui y Maggie, o los doctores Oronoz, tomaron el relevo iniciado por Pedro y José Luis y terminamos la noche con un montón de recuerdos en la alforja y una docena de cervezas bien heladas compradas por el rumbo de La Perla, a donde nos llevó una boricua fumadora, cuyo nombre olvidé entre el colmado y la casita albergue, en la segunda noche de coquís y pláticas intermitentes y apretadas de futuros libros, planes también futuros y David y Manuel fumándose un puro dominicano, cortesía del último festín arizonense.

Y ahora ya sabemos que el filete al caldero es delicioso, que volveremos a este mar una o más veces, que tendrá que ser Carlos Rivera quien nos lleve a Santurce, porque no llegamos hasta allá y que el coquí sólo vive en Puerto Rico, arrullando a esta gente bullanguera que canta con tanto ánimo que uno cree que son cincuenta y resulta que son dos. Y ya les contaremos en la siguiente entrega, centímetro a centímetro, los encantos de esta isla entre cuyas placas solemnes vimos anunciado, no la triste muerte de algún héroe sombrío, sino el feliz alumbramiento de una bebida, sí, sí, la piña colada, acontecido casi al tiempo en que yo nací, en la esquina de Octava y Veracruz, de la ciudad de Hermosillo, Piña Colada nacía en la calle de Fortaleza.

Esta elusiva y refrescante casi-contemporánea mía ocupa un sitio de honor en la perla caribeña, junto con los helados de coco, piña y parcha, las mallorcas y las piraguas, que en el caribe no son barcas sino dulce de hielo picadito.

El viaje terminó nutrido de vivencias y no puedo dejar esta primera entrega sin mencionar a nuestra maestra de ceremonias; esa elocuente dueña del micrófono que le dio vida y sabor a este encuentro de libros y lecturas. Y otra obligada es nuestra ida a la radio, a la WKAQ, donde hablamos de las virtudes del periodismo y de la aventura de hacerlo al margen del poder. Como al principio, fue un taxista, nuestro conductor hasta esa empresa radiofónica quien me eligió en sus preferencias, con respecto a mis colegas en cabina. Ni hablar. El tiempo es una línea redonda y yo, admiradora de sus vueltas o ciclos o vueltas cíclicas… por los interminables caminos del polvo –pese a que a veces lo recubra el asfalto- y de la luz.

Saturday, November 25, 2006

Zacatecas frontera por donde quisiera a mi tierra volver…

Miré las casas vacías; las puertas desportilladas, invadidas de yerba. ¿Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba esta yerba? "La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya la gente para invadir las casas..."
Pedro Páramo/Juan Rulfo


Cómo llegué a Zacatecas con mis dos hijos y mis tres maletas (bueno, tal vez eran siete) es algo que me preguntaré, una y otra vez, o las veces que repase el camino de la Hidalgo al Mesón de la Moneda o que desde mi cuarto con vista a la ciudad –mi palco majestuoso- elija ver pasar las primeras amistades que fueron a dar con otras y otras que, vistas en conjunto, se vuelven un desfile insólito de historia, color y movimiento.

Me tomó un mes aposentarme en la calle del Ángel, en la primera casa donde viví. Olvidé por descuido el nombre del agente que me la ofreció en renta, en estado de abandono y plagada de trebejos, pero también de golondrinas y de hermosos rincones. Mis hijos todavía organizan sus recuerdos por las casas, emblema paradójico de una espiral de inestabilidad. Creo que ese título puse al archivo de fotos de familia, “nuestras casas”. Del ángel, de La Rayón, de Gardenias, de San Miguel del cortijo. Y luego están, también, las escuelas. Desde la primera de uniformes de color de pollo y libros forrados en lustre rojo y blanco, hasta las últimas, de cuyas colas para solicitar inscripción conservo intactos los malestares, las quejas.

Zacatecas fue, sin duda, un segundo doctorado. Si hubiera solicitado la beca Rockefeller para ir a entrevistar en un solo viaje a Rafael Coronel, Manuel Felguérez, Vicente Rojo, José Luis Cuevas, Irma Palacios y Francisco Castro Leñero, la habría obtenido. Me la habrían dado con tan solo la propuesta de entrevistar a Amparo Dávila, Juan Bañuelos o a cualquiera de esos nombres y rostros que tuvieron que quedarse fuera de la sección hoy titulada las voces.

Y si en una vida me hubiera sido dado conocer a John y Colette Lilly, de la mano de Santos de la Torre Santiago, a Pedro Valtierra, a Luis de la Torre, habría valido la pena de vivirla. Pero hubo más, mucho más. No pude, literalmente, abarcar en un volumen los nombres y los hechos. Con esto no amenazo que habrá una Zacatecas II, ni que habría tenido que ir, incluso, por la Guggenheim.

Este libro es un viaje en palimsesto por tiempos, escrituras, imágenes, Méxicos (en plural). Todo se dio en esa suerte de Aleph que acabó siendo Zacatecas para mí. En ella cumplí varios ciclos para después salir como entré, con tan solo mis hijos y mis tres maletas (¿eran cinco?).

Al igual que el viaje real, el viaje en papel tenía que ser colectivo. Y sin financiamiento o tregua. No lo preparé en una oficina, como la de Tempe, Arizona; no obtuve para hacerlo la Rockefeller o la Guggenheim. No hubo sabático. ¡Qué va! Lo hice al tiempo en que recorría, a diario, entre 160 y 240 millas; enseñando cursos de inglés, español, lectura, cómo ser mejores padres, educación para la violencia, métodos de enseñanza, técnicas de redacción. Lo hice al tiempo en que redacté diccionarios y traduje libros de horticultura, odontología, bienes raíces, medicina nuclear, mobiliario, etceterilla. ¡Lo hice! Quizás desde esa persistencia de La Ruda y gracias a la elusiva existencia de María Múzquiz, esos dos pseudónimos maravillosos que me enseñaron a ser, incluso ubicua, vía Internet.

¡Lo hice! Para no defraudar a mis lectores -coautores y cómplices-; a todos esos amigos que me preguntaban, al palpar como yo la elocuencia de aquellas realidades maravillosas, ¿por qué no pones todo eso en un libro?

¡Aquí está! Con la foto de Pedro Valtierra en la portada, vaya un honor. El título no pudo ser otro que Zacatecas, seguido de ese par de palabras que mejor la describen. Polvo de mapas que se desdibujan; polvo de caminos que se recorren, polvo de los desvanes que conservan sus claves, de puro milagro… A nadie debe caberle duda que Zacatecas es el punto del camino al que conducen todos los Méxicos -no en vano los aztecas la llamaron Puerta de la Civilización- ¿Y luz? Luz del sol y luz de memoria; luz deslumbrante de junio y luz escasa de diciembre que me enseñó a añorar mi desierto; luz del relámpago que rompe en el cielo para alegría de la parcela temporalera... Y de entre luz y polvo quise honrar a ese mundo y ese tiempo en que me fue dado tocar cuanto consigno aquí.

No dejaré de asegurar que la especialidad en estudios de México no debe concretarse sin haber pisado Zacatecas… que son esos mismos cañones los que inspiraron a Mariano Azuela, en Los de abajo; tierra que sirvió de marco a Yañez, tomada no de Jalisco, lo aseguro, sino de por allá por Nochis (amoroso para Nochistlán) o por Tepechi (cariñoso de Tepechitlán). ¿Y Comala? Que alguien venga a decirme que Rulfo no se inspiró en Mazapil o Monte Escobedo, justo ahí donde uno deja las supercarreteras y los libramientos de asfalto aéreo para enfilarse hacia un pedazo de tiempo atrapado en una dimensión distinta.

Y como en Pedro Páramo, donde el cacique es apenas un mal recuerdo, el nombre del terrateniente atroz cuya vida tocaba y transformaba las cosas de manera ya casi involuntaria, diré que este no es un libro acerca de la corrupción, ni retahíla de quejas por el estilo de emperador con el que se conducen los hombres y mujeres del poder en cada estado y cada municipio de mi querido país, huérfano de líderes y, hasta quizás, de futuros héroes. Aquí no enuncio atropellos y desmanes cometidos a cabal impunidad contra la gente y la creatividad y el futuro de la patria. ¡No! ¡Por Dios que no! ¿Cómo quitarle el protagónico a todos esos seres pensantes y sensibles que desde tiempos de Tenamaztle han apostado por sobrevivir a toda debacle, a todo tiempo de mediocridad, de autoritarismo y despojo. Que como el Tenamaztle de Los agravios, los zacatecanos de hoy, en diáspora por el mundo, salvaguardan su esencia y su tierra trabajando, luchando, así, sin tregua -“¡Axcanquema, tehual nehual!-

¿Que cual criterio seguí para incluir o eliminar un texto? El comentario casual, la lectura sincera, el interés revelado por una comunidad receptiva de la que alguna vez me dijeron “no lee” y que a mí me leyó, con atención, con interés, con ojo crítico… y que se tomó la molestia de seguirme, de escribirme, de instarme a representarla sin afeites, sin poesía, sin metáforas.

¿El título? “Pretensión insólita de mi humildísima pluma…” Pensé en varios. La Ruda, título de mi columna crítica, pareció a momentos corresponderle por derecho. Lo desbancó Olas Civiles aquella hoja cultural que murió por capricho, argumentándose que la metáfora de López Velarde, ni más ni menos, sonaba “subversiva”. Pero evocar cualquiera de las publicaciones que inicié y vi morir, como las muchas batallas perdidas por Aureliano Buendía, no sería fiel a ese conjunto inspirador, a esa Ítaca seductora. Zacatecas, polvo y luz, quedó, pues, para el tiempo. Porque si hubiera sitio para rescribir la línea de un corrido que nos pertenece a muchos, yo cambiaría un poquito el de Sonora, ay me perdonen los de Nogales… Zacatecas frontera por donde quisiera a mi tierra volver…

¡Que viva pues, esa Zacatecas que luce en mi cuello parado!