¿Reconoces esta torre? Tal vez no la identifiques a primera vista. Se trata del palomar en donde se refugió Tita, la protagonista de Como agua para chocolate, el día en que descubrió que su sobrinito había muerto. Está situado en el antiguo ejido de San Isidro, Coahuila. (Fotografía de María Dolores Bolívar)

Monday, November 27, 2006

San Juan y Zacatecas: un tremendo apretón de manos




Todo empezó en San Diego, por la noche, y terminó en una plazuela de San Juan, donde por primera vez probé los heladitos de parcha, piña y coco, mientras descansaba el coquí, el poeta laureado de las noches portorriqueñas. Preparaba con ansia el debut de Zacatecas polvo y luz, pero la luz desbordó en cada poro cuando, involuntariamente y a través de mí, San Juan y Zacatecas se daban tremendo apretón de manos.

Guiada por Morbet Morales

Luego de una breve parada en Charlotte, donde me recibió en medio de la noche, de risa maliciosa, el pirata Morgan, junto a la tequilería que me dice lo mucho que el viento ha llevado y traído a esa ciudad sureña, arribé a San Juan, por fin, isla de encantos (en plural). En el aeropuerto me esperaba una joven que reitera en mis haberes testimoniales que nada hay de más útil en cualquier parte del mundo que la asesoría certera y preclara de un taxista o una taxista –Morbet es la primera mujer que con ese oficio aparece entre mis cuadernos-.

-Me dijeron que buscara a una mujer morena, declaró al tiempo en que sostenía media hoja de cuaderno con mi nombre completo escrito a mano, entonces creí que usted era de color. ¿Es usted escritora?

Y de esa línea, nos adentramos en la ruta de nombres familiares que todavía no acabo de poner en orden de aparición, Bayamón, Caguas, Río Piedras, las Toas, Las Vegas Santurce, Guaynabo. Y de sonidos familiares que me llevaron, vaya una conexión, a Zacatecas; aquella portezuela que no cerró al primer tirón, el rechinido de la carrocería y el relato de cómo el policía le dio, a dos turnos, 2 minutitos nomás para buscar a la doctora de color venida de California.

Acaban de inventarse un nuevo impuesto


El taxi de Morbet es su modus vivendi –universal encuentro con la vida real, al nivel del asfalto que pisamos todos. A esta isleñita le pusieron Morbet, que es francés, por una amiga de su madre. De chica vivió en Texas, pero volvió y, desde entonces, reside en San Juan. Ahora jura que nunca irá a vivir a Estados Unidos. Para sellar su juramento me cuenta el caso de unos conductores irreverentes a los que vio en Nueva York ignorar a un joven que repartía volantes.

-Imagínese, a esta distancia, dice extendiendo el brazo hacia un punto imaginario de afuera de su ventanilla, y no, por lo menos, saludarlo.

Y al tiempo que declaraba su amor por Puerto Rico, una tonada clásica la puso en otra frecuencia.

-Ya voy pal coliseo, aquí la traigo conmigo.

Por Morbet me enteré que hay nuevo impuesto del 7%, que se achica el mínimo, que los atascos aumentan con la feria en su punto, salvo por el detalle de estar localizada en una zona no muy buena de la ciudad. Y tras la entrada de descarga y el soplido gélido del aire acondicionado, entré al Roberto Clemente por la puerta de atrás, con todo y equipaje, a unirme al resto de mi delegación que recibió, oronda, el premio a la más comprometida y organizada, nada menos que el día de la inauguración de la IX feria del libro 2006.

Con Mili de coordinadora y a temperaturas que me parecieron bajo cero

El público, de entrada, me dejó más que perpleja. Un grupo de chicos de escuela superior que cursan Taller de periodismo y un grupo de paseantes, lectores, que se esmeran en abordar a los presentadores, Manuel Murrieta, David Muñoz, Rafa Acevedo y Mayra Montero, sí, sí, la autora de La trenza de la hermosa luna. Qué temas, qué caminos, qué estrategias.... David se las canta sereno; hay que escribir de todo pero con la microvisión de quien valora lo humano por sobre todas las cosas. La cubanorriqueña o puertocubana acabó metiéndonos en el mundo de sus entrevistas, como aquella en la que Charles Aznavour trataba de llevarla hacia la gris contundencia de un París inhabitable, en su parecer… Y David, ay David, se pasaba el micrófono con Juan Antonio y Manuel, de un lado para el otro, al tiempo en que interactuaba con su audiencia, a tono sabrosón y muy activo.

De camino al están de Orbis me enteré de algunos pormenores de la feria, de que veríamos –tecnología mediante- el testimonio de Pepín Bello, el último amigo vivo de Federico García Lorca- y todo orquestado por un grupo granadino que contiende que el poeta primigenio de nuestra hispanidad no nació en Fuente Vaqueros sino en Valderrubio (también llamada Asquerosa). Intercambiamos libros y memorias letradas y nos seguimos por el rumbo de la poesía que despedían otros estanes.

Y tuve que correr para la foto del recuerdo, que me tomó, ni más ni menos que Christopher Lebrón, un jovencito de rostro amable y apellido de poeta. Yo se lo descubrí, para su entera sorpresa. La susodicha foto luce aquí, con Mayra y abriría esta serie de quinientas cuya elocuencia no pretendo poner en palabras. Las prometo en galería, próximamente. El resto de ese primer día larguísimo, transcurriría del bosque de los árboles barbones y los picos solemnes a la fuente de los orígenes, no sin pasar por el Morro, la puerta de San Juan y todo en tremenda competencia con Manuel y David por la mejor fotografía. Clic por aquí, clic por allá y unos y otros nos tomamos y tomamos lo visto; entre luces y callejas de adoquín muy bien acicaladas y un montón de policías piernones, en bicicleta, que nos pasaban de frente y de costado, vigilantes de este bastión del turismo caribeño, el viejo San Juan.

Quedó pendiente una entrevista con Lolita Lebrón y no descansaré hasta hacerlo, para ello dejé el encargo a Mario Alberto y a Nidia, del periódico Claridad. Mis palmas a la hospitalidad perfecta se las lleva Mili, una boricua con aire de Ava Gardner, o debería decir una Ava Gardner de sangre borincana que no dejó de sonreír y que cumplió a cabalidad, hasta el minuto cero de la partida, con la tremenda generosidad del mejor anfitrión.

Amanecer en un jardín cuyo protagonista espiritual es Don Pedro Rochet

-Siéntase con confianza, para cualquier cosa, ocúpeme, porque a mí lo que me gusta es servir.

La charla inició cuando inquirí por un instrumento impresionante hecho de madera e hilo. Es una podadora a base de dos palos y una sierra tijera. Minucioso y displicente don Pedro me explicó su mecanismo rudimentario pero efectivo. Y sin saber por qué caminos me estaba ya contando de su vida en Manhattan, de bebé, cuando perdió a su madre y lo trajeron a vivir a Mayagüez, al cuidado del padre y de la abuela paterna.

-Fui operador de radio, consejero de adictos, restaurador y hoy, soy jardinero.

Hace cinco años que tiene a cargo esta tremenda arbolada del seminario conciliar. Don Pedro saluda a las plantas cual si fuesen humanas, les pregunta si están tristes, si les falta algo. Me enteré que Don Pedro estuvo casado y vivió en Estados Unidos. Su larga odisea de vida, se convierte con facilidad y fluidez en un relato apretadito y breve. Don Pedro toma aire para contarme que anduvo en Tijuana. Y al decir Tijuana una sonrisa aparece en contrapeso de sus memorias trágicas. Pues México le trae buenos recuerdos, pese a todo lo malo que lo trajo hasta este jardín. “Así empezó mi aventura” dice al cerrar el recuento de su vida. Y corroboro de nuevo. Uno cree que su historia es la peor y eso no es cierto. Le cuento a Don Pedro que mi abuelita decía siempre que si hubiese un mercado donde cambiar las penas todos iríamos curiosos pero nos regresaríamos con las propias.

Poetas encuevados de cuerpecito frío y voz arrolladora

Puerto Rico conversa de día y de noche. Cuando se callan los coquis, poetas de la noche, comienza el vocingleo matutino. Si los textos pudieran escucharse este sería sonoro como sus protagonistas isleños. Para ser fiel a esa tradición de vida en permanente movimiento pasé más de treinta horas despierta, de una orilla a otra de América. El único descanso que tuve al cabo de todas esas horas en pie se resume en la charla con Don Pedro y con José Luis Pons, a punto de dar sus exámenes doctorales, en el pasillo contiguo a nuestra vivienda temporal, la casita. José Luis llegó a preguntarme si daba yo también los exámenes y la charla se fue, sin rumbo, por una historia de caciques, terratenientes y miserias que hoy solamente produce diásporas infames.

Charlar con un portorriqueño es igualito que leerte varios libros. Fue así como hice migas con Lucy, otra mágica fuente de organización y diligencia de la Feria del Libro. Lucy acompañaba mis escapadas fumadoras –porque fumé a rienda suelta mientras estuve en Puerto Rico- con los relatos de su vida y sus andares. Fue así como supe que ella era gendarme, operadora de boletería, cocinera y supervisora de los grupos infantiles que se desbalagaban con frecuencia de sus maestras guía. Lucy, con risa inolvidable, volvió mis marginales salidas temporalmente adictivas en agradables momentos de desafane de lo académico y profesional. Al recordarla, ya estoy haciendo nota aparte pues no probé sus guisos típicos. En otro viaje será.

De las infames diásporas a las interminables charlas con un público lector

Primero fue la charla entre periodistas. Larga retahíla de quejas contra los empresarios de la palabra de fácil contentillo con la gente del poder. Pero no ahondamos demasiado en las tragedias. Había en cambio que alentar a esos jóvenes que quieren ser periodistas y que le dieron tema y motivo a la actividad lectora; animarlos a seguir por los caminos de la libre expresión. ¡Vaya quilombo! Mi primera presentación anduvo de la mano del humor. Después de todo, no hay tragedia que no tenga su lado cómico. Además ya llevaba más de un día entre las tradiciones criollas de esta isla enamorada de su identidad latina. Así, posesionada del picadillo, la yuca y las habichuelas con arroz y la memoria de un bistecito encebollado que intentaría probar, esa misma noche, perdí la noción del tiempo mientras leía Casa vacía y contestaba las preguntas de mi segunda audiencia, o la primera, pues se quedaron los asistentes a mi conferencia a escuchar la mesa donde Manuel, David y yo presentamos, felices, nuestros libros.

Al terminar el día más productivo desde que dejé Zacatecas, nos fuimos a cenar de manteles bien largos con la familia de Cielito, mi tía portorriqueña, al Ajili Mojili. Una vez más, San Juan me seducía entre las vueltas lentas del atasco, de camino Al Condado, con sus hermosos edificios Art Deco que la cámara apenas si pescó, entreverados con las luces, la hilera de paseantes y la fila interminable de moles de concreto de varios pisos, con vista al mar. Chiqui y Maggie, o los doctores Oronoz, tomaron el relevo iniciado por Pedro y José Luis y terminamos la noche con un montón de recuerdos en la alforja y una docena de cervezas bien heladas compradas por el rumbo de La Perla, a donde nos llevó una boricua fumadora, cuyo nombre olvidé entre el colmado y la casita albergue, en la segunda noche de coquís y pláticas intermitentes y apretadas de futuros libros, planes también futuros y David y Manuel fumándose un puro dominicano, cortesía del último festín arizonense.

Y ahora ya sabemos que el filete al caldero es delicioso, que volveremos a este mar una o más veces, que tendrá que ser Carlos Rivera quien nos lleve a Santurce, porque no llegamos hasta allá y que el coquí sólo vive en Puerto Rico, arrullando a esta gente bullanguera que canta con tanto ánimo que uno cree que son cincuenta y resulta que son dos. Y ya les contaremos en la siguiente entrega, centímetro a centímetro, los encantos de esta isla entre cuyas placas solemnes vimos anunciado, no la triste muerte de algún héroe sombrío, sino el feliz alumbramiento de una bebida, sí, sí, la piña colada, acontecido casi al tiempo en que yo nací, en la esquina de Octava y Veracruz, de la ciudad de Hermosillo, Piña Colada nacía en la calle de Fortaleza.

Esta elusiva y refrescante casi-contemporánea mía ocupa un sitio de honor en la perla caribeña, junto con los helados de coco, piña y parcha, las mallorcas y las piraguas, que en el caribe no son barcas sino dulce de hielo picadito.

El viaje terminó nutrido de vivencias y no puedo dejar esta primera entrega sin mencionar a nuestra maestra de ceremonias; esa elocuente dueña del micrófono que le dio vida y sabor a este encuentro de libros y lecturas. Y otra obligada es nuestra ida a la radio, a la WKAQ, donde hablamos de las virtudes del periodismo y de la aventura de hacerlo al margen del poder. Como al principio, fue un taxista, nuestro conductor hasta esa empresa radiofónica quien me eligió en sus preferencias, con respecto a mis colegas en cabina. Ni hablar. El tiempo es una línea redonda y yo, admiradora de sus vueltas o ciclos o vueltas cíclicas… por los interminables caminos del polvo –pese a que a veces lo recubra el asfalto- y de la luz.

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