¿Reconoces esta torre? Tal vez no la identifiques a primera vista. Se trata del palomar en donde se refugió Tita, la protagonista de Como agua para chocolate, el día en que descubrió que su sobrinito había muerto. Está situado en el antiguo ejido de San Isidro, Coahuila. (Fotografía de María Dolores Bolívar)

Monday, November 27, 2006

Literatura y periodismo o viceversa

por María Dolores Bolívar



Ponencia ofrecida en el foro Literatura y Periodismo, el 16 de noviembre en la IX Feria Internacional de Libro de Puerto Rico.


Escritores y periodistas o periodistas-escritores somos solamente testigos y las palabras y las imágenes son nuestro instrumento. Yo no concibo un poema, un relato, un texto cualquiera que no trasmita esa fugacidad del tiempo en 
todos sus matices… esa que inicia con una plana húmeda, recién impresa de mañana y concluye a eso de las doce, sacando brillo a cualquier ventanal.

La literatura, la buena literatura, no se limita a tiempos o lugares. Así nos lo enseñaron nuestros buenos maestros. Quien lee La Ilíada y La Odisea sabe que el viaje a Ítaca está ocurriendo siempre. Todos somos Ulises, como lo demostró magistralmente James Joyce. La literatura, me atrevo a afirmarlo, es una manera de testimoniar sin fechas o con fechas emblemáticas. Las muertas, una extraordinaria novela del autor mexicano Jorge Ibargüengoitia, fallecido trágicamente en 1983, le fue inspirada a su autor por una nota periodística. La empatía generada alrededor de los personajes involucrados en un crimen colectivo en un prostíbulo del Bajío, en el interior de México, lo conseguía el novelista, mientras la nota roja lo dejaba en el segundo plano, en el nivel de insensibilidad que a menudo nos generan los hechos de la realidad. Las poquianchis, todavía hoy, son recordadas no por sus vecinos o clientes o por los descendientes de estos, sino a partir de los personajes que Ibargüengoitia argumentaba se habían quedado cortos ante la escalofriante realidad que en vida los envolvió en una trama de miseria y crimen. Igual ocurrió con María de mi corazón, el cuento-guión del colombiano Garbriel García Márquez. El relato de cómo una avería llevó a María a ser forzada a permanecer en un reclusorio de enfermos mentales no era sino la alegoría del mundo ineficiente, arrogante y corrupto de las burocracias latinoamericanas. Una mujer, solicita ayuda en una carretera, en medio de un aguacero, y es recogida por un autobús que transporta a pacientes a una clínica perdida en un poblado entre Puebla y la ciudad de México. La insensibilidad del personal de aquella institución generó esta historia fabulosa. Otra vez, el escritor la volvió creíble, verosímil.

El periodismo resulta a veces inverosímil de tan insólito. Ya en el siglo XIX los escritores gustaban del periodismo como de un ejercicio cotidiano necesarísimo, uno diría alimento para sus conciencias. Angel del Campo, José Joaquín Fernández de Lizardi, Ramón López Velarde, se forjaron en la brega de la palabra diaria. Y no solo las proezas de alta envergadura intelectual, como lo fueron las hazañas independentistas o revolucionarias sedujeron a los capos de la pluma y los impresos. Curiosamente, uno diría que las virtudes literarias tienen, entre otras cosas, poderes adivinatorios. Y la realidad los nutre y de sobra. Una realidad abigarrada de la que André Bretón dijo ser surrealista, sin pensar para nada en los alcances de aquella frase acuñada a manera de presagio. No hace mucho mi país, México, se vio sumido en una trama tragifantástica en donde los personajes eran una médium, una señorita que prestaba servicios sexuales a domicilio, un presidente, su hermano, un funcionario de conciencia negra, etceterilla. A cada vuelco en esa línea argumental tan barroca, las sorpresas fluían para asombro de todos. La línea entre realidad y ficción se volvía frágil, qué digo, inexistente. Muchos en México al recordar aquel episodio lo encuentran cosa de risa. La osamenta que se presumió pertenecía al político desaparecido, en aquel caso, fue retratada por la prensa, que aguardaba su descubrimiento como quien reporta los hechos contundentes de una historia ordinaria. Los lectores insensibles pensaron que se trataba de un montaje y se negaban a meterse en la horripilante trama como si no estuvieran ya ahí, bien adentro.

En nuestra literatura los visos trágicofantásticos no faltan, entreverados estos de manera increíble, con la realidad que se urde a partir de ellos… o viceversa –ya comencé con esa paradoja de literatura-periodismo y viceversa. El cacique que colocó en nuestra imaginación Carlos Fuentes, en La muerte de Artemio Cruz, se parece a todos nuestros caciques, pasados y presentes, pero sobre todo a Fox, sólo que éste todavía no acaba de morir solitario. En su realidad oximorónica, está inerte –o muerto en vida-, como si fuera mero personaje de novela, mientras real es aquel, emanado de la página. Algunos me dirán que todavía no hay una novela que retrate bien al personaje de Andrés Manuel López Obrador. Acaso sí la hay, pero a fragmentos, en los antagonistas pretensiosos de toda buena línea argumental… inventándose páginas de acciones predecibles pero imaginativas como cualquier insólito personaje de reto cuya trama estuviese ya escrita de antemano y cuyos giros un buen guionista tuviese que enmendar para no defraudar al público expectante. Existirá, por ahí, la crónica de la muerte de un candidato anunciado, que se portó como divina garza hasta el día en que los votos apenas si alcanzaron para la urdimbre de un compló (cariñoso de complot) entre historia y relato o prensa contra cabellera sobre la superficie de un cuadrilátero ribeteado de banderas y pancartas de todos los colores.

Que Pedro Páramo, como yo digo en mi libro varias veces, no se detuvo en los lindes estatales para inventar Comala. Comala es nuestros pueblos abandonados, en plural, nuestro campo que muere o se desangra, alegóricamente, por los desfalcos y crímenes que de manera pulcra comete contra él la globalización… convirtiéndolo en ese sitio del que casi todos ya fuimos expulsados, como del Edén, para irnos en la brega del migrante, de aquí para allá. Errantes, en diáspora, iban las almas de la novela de Pedro Páramo, como filtradas por entre las grietas de las rocas y el moho que deja atrás un día de lluvia en que los ecos cobran vida. Errantes, en diáspora, fueron Las almas muertas de Nicolás Gogol, en venta cual lotes de objetos o mercancías, ya ánimas. Errantes, en diáspora, vamos hoy todos los hispanos… con nuestro idioma y nuestra mentalidad -¿identidad errante?-a prueba del tiempo y de los depredadores culturales. Comala es una realidad que nos abraza a todos, no importa si en Añasco o en Celaya, en Mazapil, San Pedro Sula, La Quiaca o Potosí.

Escritor y periodista son ambos una sola cosa, testigos sensibles, testigos que aprenden a mirar con ojo detallista y afán de memoria. Que es a partir de la memoria que preservamos las claves de nuestra cultura. Yo acabo de mirar, hace unos días, el fabuloso documental fílmico de la revolución mexicana de 1910 llevado a la pantalla por el ingeniero Salvador Toscano, pionero del cine mexicano. Siendo casi un niño, como ayudante de su tío periodista, Salvador anduvo en la línea de fuego. De fines del siglo diecinueve en que nació, al año en que dejó México, luego del asesinato de Pancho Villa. Lo visto y vivido quedó plasmado en las vistas que le sirvieron para testimoniar su tiempo. Gracias a eso nada de lo que nos cuentan sobrepasa lo que ocurrió. Así podemos percatarnos que cualquier novela, cualquier relato, se queda siempre corto cotejado con la realidad que intenta representar.

Durante el tiempo que trabajaba en el periódico Imagen, en la ciudad de Zacatecas, conocí y compartí espacio con el editor de la nota roja, el señor Arturo. Don Arthur tenía un talento especial para contar los dramas cotidianos con mucha gracia. Su sentido del humor se agregaba a aquel talento y convertía, sin más, ese mundo de datos colocados con acierto para intrigar a sus lectores, de manera inmediata. No facilota sino inmediata, genuina, espontánea. ¿Pero por qué la nota roja, que sedujo también a García Márquez, a Ibargüengoitia, tal vez a Gogol para inspirarse en ella? Al cabo de algunos años de vivir, literalmente, en una redacción, lo comprendí. La nota roja era más benévola, más verosímil, más infinitamente humana que aquella que a diario llenaba encabezados y columnas de las secciones principales. La política, la corrupción, las corruptelas, la mediocridad, otra vez, las corruptelas, las deudas internacionales, el teatro de las relaciones internacionales, las injusticias internacionales parecían inverosímiles, insólitas, inhumanas. Y fue entonces que comprendí la relación real entre periodismo y literatura. Que no es ficción este mundo donde se amanece convencido de que no somos sino insectos… ¿Recuerdan aquello de Kafka… hoy no sabríamos si realista o fantástico?

Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.

En Las muertas, las poquianchis de Ibargüengoitia, lo llevan a uno a trascender lo inhumano de la cotidianidad. Ibargüengotia nos lleva a ver los varios ángulos que convierten a una sociedad cualquiera en una que produce lenonas, tratantes de blancas y asesinas.

Ibargüengoitia registra aquella historia de madrotas, aparejada con la sociedad con la que conviven y a la que nadie acusa. El caso de las poquianchis fue un escándalo nacional durante meses y, sin embargo, no había quien lo pusiera en la dimensión en que lo puso el escritor, tomándolo de la prensa, como ocurre con tantas notas que mueren en un recuadro mínimo del diario. En la novela aquel recuadro adquirió otro carácter. Ibargüengoitia lo volvió creíble. Sus madrotas siguieron siendo unas asesinas, pero a la vez se trató de mujeres comunes y corrientes que comían pan de dulce, que dormían, que platicaban. De los expedientes de sus crímenes, a los que tiene acceso directo Ibargüengoitia, extrajo la parte dura y los volvió sensibles, verosímiles. Mejor, nos puso ante los ojos al mundo, el nuestro, cotidianísimo, que prohijaba tales dramas para luego ocultarlos tras nuestra insensibilidad de lectores a vuela ras.

No hay fronteras entre literatura y periodismo, cuando sabemos leer la realidad y representarla con humildad y fieles a cuanto de sensible se desborda por fuera de las páginas impresas. Escritores y periodistas o periodistas-escritores somos solamente testigos y las palabras y las imágenes son nuestro instrumento. Yo no concibo un poema, un relato, un texto cualquiera que no trasmita esa fugacidad del tiempo en todos sus matices… esa que inicia con una plana húmeda, recién impresa de mañana y concluye a eso de las doce, sacando brillo a cualquier ventanal. Que escriben escritores y escriben periodistas, pero escribir es el medio que nos lleva a sentir y recordar sintiendo lo que la vida diaria hace que olvidemos, unos segundos antes de sentir.

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