¿Reconoces esta torre? Tal vez no la identifiques a primera vista. Se trata del palomar en donde se refugió Tita, la protagonista de Como agua para chocolate, el día en que descubrió que su sobrinito había muerto. Está situado en el antiguo ejido de San Isidro, Coahuila. (Fotografía de María Dolores Bolívar)

Thursday, January 15, 2015

Jesus Loves You!/Jesús te ama


María Dolores Bolívar

Jesús te ama, leo desde la carretera el dictum, al pie de una cruz monumental que sobresale de entre el caserío bardeado. ¿Barda? Se justificaría, pienso, en Nueva York, en la ciudad de México, en algunos puntos de Los Ángeles… ¿Pero en este villorrio, rodeado de terreno baldío, apenas socorrido por dos aguaceros por año?

Punzada de curiosidad bajo la velocidad y salgo de la carretera, para explorar. Contrario a los caseríos medievales resguardados por puente levadizo, custodias, peligros varios, tal y como narran los juegos digitales de hoy, nada me impide el acceso a aquel poblado pío, fortificado.

Frente al que parece un popular almacén local de utilería mecánica y chácharas varias, se me ocurre un motivo para confundirme entre los amurallados de ese desierto, a la vista de una mujer como de mi edad, que camina hacia su auto con vaso desechable en mano. ¡Me compraré un café!

Contrario a mi percepción de haber llegado a pueblo-nadie, batallo para dar con un lugar disponible en el amplio estacionamiento que flanquea a esta versión posmoderna de taller mecánico, almacén mil-usos y merendero. ¿Será que otros como yo han salido de la carretera… afectados de merodeo o de urgencia por algo más mundano, como ir al baño o beber un refresco?

Apenas noto que el único sedán soy yo, el claxonazo de un camión con llantas que me dan a la altura de la vista me urge a decidir si tomo o no el lugar vacante entre otros dos camiones con radiales de tracción. Picado mi orgullo, me estaciono e interno en esa selva de caucho dispuesta a hacer  del café mi muletilla súbita para entrar en esa escena.

Cruzo el proscenio adentrándome sin libreto en ese acto que inició sin mí. Desde la puerta escucho la primera indicación; “I can help the next person over here”. El tono muy-poco-amoroso de la voz me cala el ánimo y entiendo que debo decidirme pronto por apurar la razón de mi visita a Love Town… un par de sound bytes y una foto…

Reparo en que son casi las doce y que el café, si buena suerte corro y todavía me alcanza, estará muy recalentado, así que me decido por una bebida embotellada de manzana, de a cien por ciento fruta con agua carbonosa. Intuyo que nunca será mi turno para hacer preguntas en ese mundo donde la palabra “next” da la vuelta al asunto.

Ya entre los cigarrillos y los cuartos de aceite me entra otra súbita urgencia, tomar foto. Me tiraré esa escena con tan solo mi teléfono pues ni me hubiera atrevido a sacar la cámara de la guantera concentrada como estaba, antes de entrar, en circular por entre tanta rueda. Me detengo tras el anaquel para planear mi toma pero la mano se me paraliza apenas me descubre el asistente que lanza la segunda orden: “Excuse me, please”.

La adelantada apología precede a otro mandato, esfumarse para que aquellos apresurados de fin preciso cumplan su cometido sin estorbo. Me decido por el tono socarrón y lo exaspero diciéndole que busco mi lista de mandados. Apenas si me mira desde sus seis y pico de pies, agazapado bajo una cachucha que le hace sombra hasta la punta de la nariz. “I thought I saw you shooting a selfie”, apura la tercera orden velada, interviniendo mi espacio brevísimo con una manaza que toma un cuarto de Valvoline Premium igualito que si me atravesara.

Avanzo, amedrentada. En unos cuantos segundos mi meta ha quedado reducida a tan solo el anhelo de retomar la ruta, ya sin foto ni café y con apenas la ampulita de azúcar natural que conseguí afanarme para compensar mi encuentro con ese entorno de Golliats semi divinos, yo de liliputiense fuereña, apenas si creyente desmedida de la libertad que todavía me lleva a concluir que puedo andar sin permiso por esos feudos de Cristo.

Y, muy seguramente por cosas de Dios, se me ocurre un ultimo recurso para tantear un poco más aquel ambiente, así sea sin la foto… ¡Un baño!

No sé si de milagro o por iluminación me sale al paso, esta vez, el papel desvaído que despliega desde una puerta cerrada la cuarta orden del día: “Vaya al mostrador y pídale la llave al encargado en turno.” Tuve que hacer la cola para pedir aquella llave que pende de un madero enorme y pesado y que me llevo de sambenito desde el mostrador hasta la parte trasera del establecimiento. Ya al borde de la rendición, madero licitante en mano. Ahí, frente al WC me alcanza el quinto mandamiento firme de colocarme contra la pared, otra vez por estorbar el paso de los cargadores que acomodan mercancía entre las dificultades generadas por el trajín, que no parece cosa de hora pico sino del movimiento habitual de ese sitio, inusitadamente concurrido.

Cuando vuelvo a la reflexión solitaria del auto, ya va quedando atrás aquel hostil oasis motejado de fe y devoto de Jesús, por antonomasia.

Texto y foto © María Dolores Bolívar



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