¿Es el mexicano el compuesto de
Lucas Lucatero y Anacleto Morones –bandidaje y santería, astucia y carisma,
ideal y transa hiperrealista? ¿Es Amula el retrato de cualquier pueblo de
México, con sus supersticiones y sus ritos, su polvo y sus mieles? En todo caso
la Amula de Juan Rulfo es un sitio casi cósmico donde las mujeres son malas, de
conciencia renegrida y se cobran la cuenta con quien las engaña mermándoles lo
único de valor que consideran tener, su fe.
Si en la Comala de Pedro Páramo
todos estaban muertos, en la Amula de Anacleto Morones hay resistencia y vejez.
Si tomamos a Rulfo como prisma, nos damos cuenta que fue el primero en ver a
las fieles de esa Amula mítica tal cual eran, sin el rostro sufrido con que las
idealizó la revolución, al convertirlas en la materia prima de su estructura
clientelar –Bisabuelas, abuelas y madres de las que aparecen hoy con cacerolas,
dispuestas a tomar escuelas o a fundar clubs de fans y sociedades que lo mismo
venden fruta o trinquetes, que su conciencia o su voto-. Y tras ellas o con
ellas están los protagonistas de sus vidas –el padre, el esposo, el marido, el
nieto, la mayor parte de las veces ausentes- que las legitiman a los ojos de
los demás.
Esa mujer es la Pancha de
Anacleto Morones, el prototipo de la mujer mediera y tramposa, abarcadora y
dispuesta a todo, cuando no “por sus hijos”, por los pobres, o por el viejo cliché de que le haga justicia la
revolución. Y todo se lo achaca a su ignorancia. ¡Eso! En la pobreza como en la
ignorancia, parece que todo se vale, todo, incluso vender a la patria, venderse
una, vender a las hijas.
Y así las describe Rulfo sin más vueltas: “¡Viejas, hijas del demonio!
La imagen, lúcidamente urdida para una novela, es además de clara, estremecedora. En ella están las claves del México que hoy solo parece ver de culpable al gobierno corrupto. Algunos, siguiendo la celebridad desde donde clamó por el gobierno que nos merecemos el cineasta Alejandro González Iñárritu al recibir varios óscares, han comenzado a correr hipótesis al respecto. ¿El referente? Este mundo de viejas “jijas” –aludiendo a término todavía más popular-. Porque lo que sucede con México es que no hay por donde retomar el hilo. ¿El que nos merecemos? ¿Cuál? ¿El de Vicente Guerrero, el de Agustín de Iturbide, el de Antonio López de Santa Anna, el de Porfirio Díaz, el De Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles? Una mirada a la realidad nunca huelga… Intentémosla.
La imagen, lúcidamente urdida para una novela, es además de clara, estremecedora. En ella están las claves del México que hoy solo parece ver de culpable al gobierno corrupto. Algunos, siguiendo la celebridad desde donde clamó por el gobierno que nos merecemos el cineasta Alejandro González Iñárritu al recibir varios óscares, han comenzado a correr hipótesis al respecto. ¿El referente? Este mundo de viejas “jijas” –aludiendo a término todavía más popular-. Porque lo que sucede con México es que no hay por donde retomar el hilo. ¿El que nos merecemos? ¿Cuál? ¿El de Vicente Guerrero, el de Agustín de Iturbide, el de Antonio López de Santa Anna, el de Porfirio Díaz, el De Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles? Una mirada a la realidad nunca huelga… Intentémosla.
El abracadabra está en el mote
El periodista Rolando Nichols le
preguntó a Servando Gómez por el significado de su apodo. Gómez trazó una
genealogía confusa con su abuelo y un par de ingenieros españoles que habrían
dejado los apodos de Tuta y Tonda en el pueblo, para él y uno de sus hermanos.
“Por la nariz grande”, dijo. Unos alumnos míos buscaron en el Diccionario de la
Real Academia y hallaron que tuta significa “tanga”. Otras personas me aseguraron que venía del purépecha. Para
Servando Gómez, el significado es él mismo y por eso llama la atención que no
se diese El Tuta sino La Tuta. La feminización de su apodo resulta más
misteriosa que el origen del mote.
En la pobreza, el anonimato es
una realidad. Los apellidos tienden a esfumarse en pos del nombre de pila entre
los amolados -Juanes, Marías, Lupes –hombre o mujer-, Pedros-. El ascenso
social corre a parejas con un apellido sonoro y refinado, Lascurain Reyes
Retana, Peñalver y Beristain, Fernandez Negrete, se usa para personajes de
alcurnia en las telenovelas, jamás Pérez o López, a secas.
De los maleantes, solo retenemos
el alias, pero a diferencia de apodos como El Verdugo o El Mochaorejas, concebidos
de inicio para infundir pánico, la mayoría de narcos o capos de la droga
revelan por sus apodos la épica de una cultura que subyuga a partir del acoso
(bullying) y que feminiza al maleante o lo dulcifica como haría la bestia ponzoñosa
lanzando una sustancia narcotizante o emitiendo algún sonido agradable al oído
para engañar: El Azul, El Doctor, El Hummer, La Barbie, El Señor de los Cielos,
El Chapo, La Tuta, El Zucaritas. En la sociedad mexicana parece que el vínculo
entre apodo y hombría se ha recompuesto en algo más efectivo y engañoso al adoptar
su género lingüístico opuesto o un contenido dulzón, suavizante, engañador.
Feminizar al enemigo también es
algo común en las sociedades machistas, entre las que la mexicana bien podría
encabezar la lista. De ahí que se publicitara como triunfo el corte de bigote
de El Chapo y de La Tuta. Así lucen hoy, dijo la televisión, sugiriendo que al
ser despojados del vello facial habían perdido sus poderes, talla, y proyección.
Los caballeros templarios eran hombre de fe, reclusos que usaban la sotana del
monje y también por tanto abstraídos del machismo caballeresco medieval. Portar
la cruz, visible, sin temor, era lo único que los volvía intimidantes y
temibles. Yo me topé con uno de esos templarios en un supermercado en San
Jacinto, me habría pasado desapercibido salvo por la cruz enorme, roja,
llamativa. El esconderse tras la inevitable visibilidad de un símbolo o de una
agrupación, puede llegar a ser además de ingenioso, muy eficaz.
El arresto escenificado o la desmitificación de la guarida
Entre los cuentos que corren de
La Tuta está el de que se ganó la plaza de maestro, mediante un examen, pero se
la dejó a su hermano a quien consideraba más mediocre que él. Con ese gesto
quedaba demostrado que él tenía miras. La Tuta soñaba con ser terrateniente y
se fincó su hacienda, su latifundio. Somos los herederos de naciones despojadas
de la tierra y tenemos por modelo edénico la encomienda y el latifundio. Lo
primero que roban los políticos es tierra, de segundas, todos “se hacen” de una
casa. El término “hacerse” implica maña, apañamiento, argucia. Arturo Durazo, el
influyente jefe de la policía durante el gobierno del presidente José López
Portillo, no sólo construyó una casa gigantesca, se decía que lo hizo con el
trabajo sin paga de policías y presos. En sus dominios, se verificaba la acción
de mando no de un político poderoso sino de un encomendero de tintes casi
míticos. Nombró a su mansión El Partenón. No organizaba fiestas sino bacanales.
No tenía amante sino harenes.
Las emisiones televisivas de la
caída de cualquier capo o maleante la representan como una caída estrepitosa.
En la escena final se los vuelve a la casucha cualquiera, de cuartos de loseta
quebrada y la cama sambutida en ellos como con calzador. Pelón el colchón,
pelona la mesa y, eso sí, uno que otro cable para mostrar que había tecnología
y un poco de comida en el refrigerador.
En la televisión se usa la
palabra en inglés, staged, para describir la puesta en escena. En el mundo de
la imagen nada es casual y todo es importante. Últimamente, sin embargo, los
que escenifican los arrestos parecen desprovistos de imaginación. Me gustaría
tener la facultad de repetirlos para poder compararlos unos y otros. Parecería
que cambia la fachada de cada una de las casas, no así las estructuras reales.
El cuarto revuelto parece el mismo.
Para la trama de La Tuta, el gobierno mexicano eligió de finale un acto
de debilidad, el cumpleaños. Como buena Opera/Thriller, narraron de preludio
los pasteles, los refrescos, el incidente necesario en esa realidad que debía
ser creíble. Digna de la captura de Ricardo Klement, el último alias de Adolf
Eichman, la de La Tuta se nos vendió como el paso final del más pulcro y
sofisticado espionaje policial. Esa es la imagen que desea vendernos el PRI,
ese el temor que anhela para estos tiempos en los que todo se ventila en las
redes sociales. El PRI espía, el PRI amenaza, el PRI actúa.
La desproporción es siempre
ejemplar. La procuraduría asegura 11 casas en Tumbiscatío, pero la Tuta cae en
una vivienda maltrecha de Morelia, cuya propiedad es atribuida a otro profesor
–seguramente se quiere hacer creer que su cómplice- que le alquilaba su vivienda
de interés social.
A la vista de todos están los
palacios del narco en sitios pueblerinos y modestos como Navolato, Agua Prieta,
Piedras Negras, pero a la hora de atraparlos siempre se los muestra como al
Chapo, en un sitio que a todos desconcierta, desaliñado y pequeño, de colorido
populachero y de apariencia poco glamorosa, como las casas de los pobres en las
telenovelas.
La casualidad o la vida jugada a la ruleta mexicana
Amado Carrillo murió joven, a
los 40, en la plancha de un cirujano plástico –podría decirse que sin que
mediara una sola bala-. La muerte de este que fuera apodado El Señor de los Cielos,
hijo de Aurora, no fue violenta como él y su madre hubieran podido temer. Un
rostro plácido, relajado y sonriente, pese al amoratamiento en cuencas y
párpados dejado por el bisturí, todavía puede verse, si el morbo alcanza, por
Internet.
El Lazca, Heriberto Lazcano,
líder de los temibles Zetas, murió en Progreso, Coahuila. Los marinos que le
entraron con él a las balas no sabían que lo hacían. Acudieron al llamado de un
ciudadano que reportó una simple pelea callejera. Cuando se robaron su cuerpo
de la funeraria de Sabinas, en donde lo tenían a la espera de ser identificado,
acertaron a colegir que se trataba de un pez gordo.
Al Chayo, Nazario Moreno
González, también apodado El Doctor o El Loco, lo mataron dos veces, en
diciembre de 2010 y luego en marzo de 2014. La inconsistencia de los datos y el
desaguisado de la doble emboscada, muestra que en ambas no hubo ni estrategia
ni certeza. El Chayo hacía de aparecido y se escabullía de la fuerza pública
ayudado por su socio, La Tuta. Es muy posible que estos dos capos, primero de
La Familia Michoacana y luego de Los Caballeros Templarios hayan conocido el
cuento de Rulfo donde su sociedad criminal se lleva de calle a la de Anacleto
Morones y Lucas Lucatero.
Visto a detalle no es el acoso
del ejército o la persecución policial lo que pone la vida de los capos en
vilo. Los narcos mexicanos, pese a su osadía, mueren de casualidad o por error.
Su excesiva temeridad, su afán de vivir la vida seguros de que morirán, debía
volverlos blanco fácil de las balas enemigas. Pero en lugar de eso son más los
capos que han “caído” vivos. La guerra de Calderón, que declara con trompetas
el éxito que jamás tuvo, no mató narcos sino gente común. La oscuridad con que se mantienen las cifras
se debe en parte al hecho tan contundente como vergonzoso de que sus mejores
golpes se los debe a la chiripa.
En el atrevimiento y el arrojo
con que emprendieron sus vidas, jamás imaginaron los capos de Sinaloa o de
Juárez, de Coahuila o de Tamaulipas, que “caer” significaría no muerte sino
cárcel. Y menos aún, justamente, que esta resultase en el terreno seguro desde
donde operar sus imperios y recomponer sus alianzas y proyectos. Y el círculo
se cierra de manera casi perfecta, pues en verdad, ocurre que con dinero y
poderío, contactos exteriores y una organización dispuesta a defenderlos –que
no el sistema judicial- sólo los narcos sobreviven a la experiencia de las prisiones
mexicanas.
Llegar a viejo
En contraste con esa realidad de
Capos vivos, no podríamos dar con muchos líderes mexicanos, salvo Rubén
Jaramillo, que hayan llegado a viejos. Los pocos años de más que le tocaron al
defensor de los ejidatarios de Zacatepec, Morelos, baleado cuando tenía poco más
de sesenta, se los cobraron con sangre. Jaramillo fue secuestrado y asesinado
con toda su familia –su esposa y sus cuatro hijos, incluyendo el que su esposa
llevaba en el vientre- en Xochicalco. La
regla de piso básica de la realidad mexicana es que si disientes mueres joven.
Zapata fue asesinado a cuatro
meses de cumplir los cuarenta. Villa tenía 45, Lucio Cabañas tenía 36, Genaro
Vázquez habría cumplido 40 en el 73, pero fue muerto en febrero de 72.
No hace mucho vimos a un Caro
Quintero sesentón, salir de la prisión, viejo, canoso, encorvado. Su halo
carismático parecía ido. Pero no bien salió se escabulló, ahora hacia las
sombras del bajo perfil. El Neto, Ernesto Carrillo, bordea los ochenta. En septiembre
del año pasado se decía que saldría libre. La experiencia de Caro, a quien
Estados Unidos busca vivo o muerto, es posible que rinda a Don Neto unos años
más de vida. No se ha vuelto a decir si salió o no salió, o puede ser que,
simplemente, los periodistas le hayamos perdimos la pista.
En expectativa de vida, ganan
los narcos y la estabilidad que no alcanza nadie que ejerza profesión,
permanencia en la docencia o incluso de pequeño empresario o al servicio del
clero, la han obtenido estos, paradójicamente, debido a la corrupción que reina
en juzgados y prisiones. Comparativamente, la verdadera lección para los
jóvenes, no es sólo que el sistema protege a asesinos, sino que siendo asesino
o maleante vives más y mejor.
Los mitos negros
Siempre que hay un caso criminal
corren los mitos. Decir que alguien mató a una persona, del estrato social que
sea, bastaría en cualquier parte del mundo para atemorizar a la población. No
así en México donde el asesino debe además tener tintes más dramáticos. Era diabólico, pertenecía a una secta
satánica, ingería carne humana, hacía disolver en ácido los cuerpos de sus
víctimas, cortaba las cabezas y luego las hacía aparecer en sitios públicos,
colgaba a los muertos de puentes o espectaculares, colocaba mantas que
asemejaban estar – tal vez lo estuviesen realmente- pintadas con sangre.
Los misterios urdidos para los
medios jamás son aclarados. ¿En dónde está Manuel Muñoz Rocha de que la médium
Paca –Francisca Zetina- nos hizo creer que yacía en una tumba clandestina del
jardín de la finca El Encanto, propiedad de Raúl Salinas de Gortari? ¿Quién se
robó y por qué el cadáver de Heriberto Lazcano? Ante el escándalo y el horror
las cosas se vuelven en un espectáculo que dura días, en el mejor de los casos
meses y luego, todo vuelve a la normalidad, eufemismo de olvido. Leí en
Wikipedia que prescribió en 2009 la orden de aprehensión contra Manuel Muñoz
Rocha; a Nazario Moreno, alias el Chayo de Apatzingán, todavía le rezan sus
seguidores para que aparezca, una tercera vez; el señor de los Cielos podría
vivir con un rostro distinto, según creen los más fantasiosos que piensan que
el cadáver aparecido era de otra persona a la que le injertaron magistralmente
el rostro de Carrillo, para que este saliera del radar del gobierno y de la
DEA. Con parecida expectativa, nos contaron que se encontraba en Morelia La
Tuta, cumpliendo el fin de acercarse a un especialista que le cambiara la
fisonomía.
Pero pese a la habilidad y el
poderío de los maleantes -granadas, lanza cohetes, AKAs, arsenales difíciles de
imaginar- los del PRI los capturan sin tirar bala. Para cuando los prenden el
alardear que sabían todo de ellos -dónde tenían las cuentas, cuáles eran sus
ranchos, qué grupo musical les cantaba en el cumpleaños, en que confitería
compraban el pastel,- parece cosa natural.
“Pero si parece burla” dirían
las abuelitas, con eso de que la línea argumental sube y baja para elevar o
modular la adrenalina de quien escucha la tal información.
En la cárcel, el mapa de la
descomposición social se establece por la complicidades de las celdas. Escuché
de boca de un migrante en EEUU insólitas anécdotas acerca de cómo operan los
penales, donde el entrar y salir es una realidad tan cotidiana y común que ya
ni siquiera indigna. Las sombras, eufemismo de los reclusorios a la mexicana,
es una suerte de inframundo perfecto. Como en las creencias que dictan que
muertos y vivos se tocan, conviven y se entienden, así en las cárceles la vida
pasa por un laboratorio de complicidades, alianzas y transas entre criminales y
gobierno.
“La sociedad mexicana quería que
el gobierno pactara con los narcos cuando votó en 2012,” me señaló hace poco un
pariente que me consideró equivocada en mi apreciación del descontento que
según yo sugería, reinaba en el país. Y no yerra mi pariente, el clamor estaba
en los discursos de Javier Sicilia y de Alejandro Martí, ambos víctimas del
secuestro y muerte de sus hijos. Y tan triste afirmación tal vez tenga que ver
con que ningún político aglutina a los pueblos como lo hacían El Chayo y La
Tuta con Michoacán o El Chapo en Sinaloa, donde incluso las protestas continúan
clamando su liberación.
Los asideros del poder y los Méxicos de repuesto
Así, La Tuta me parece más un
personaje de Rulfo que salido de los delirios de reposesión del PRI, que ha
pasado lo que va del sexenio reacomodándose en el mapa de lo nacional con
descaro. Es decir, intentando retomar los huecos que la torpeza de dos presidentes
panistas que operaron de títeres de lo que se dio en llamar “los poderes fácticos”
generó.
Y hay una nueva peculiaridad, el
poder real tiene su asidero en dos Méxicos. Hace ya tiempo que el país y el
estado dependen de las remesas y el trasiego de bienes (también a las personas
se las trasiega de bienes) entre Estados Unidos y México. Para nadie es
sorpresa que el país de afuera sostiene al de adentro. Esa estructura paralela
se da también en el mundo del crimen. El crimen del exterior, sostiene al
crimen en el interior. Mucho tiempo se decía que El Chapo no había desaparecido
sino que se encontraba en Estados Unidos. Sobraban las versiones de que vivía
en Los Ángeles, o que se dividía entre Coahuila y Texas, a sus anchas. La
realidad no desmienten esos dichos: Muy poco antes de que lo atraparan en
Sinaloa, la sociedad de Agua Prieta vivió varios días de tiroteos que jamás
fueron explicados.
Hace veintitantos años asistí a
una conferencia en mi alma mater, UCSD, donde se hablaba de un pueblo de Limón
que exportaba brazos hacia el norte. Hoy en el sur de California los nodos de Michoacanos
se han multiplicado al punto de que hay sitios donde reside una mitad de los
municipios de La Ruana, de Apatzingán, de Arteaga, o de La Huacana. Si conoces
la geografía entenderás por qué los negocios de comida se llaman Cotija, La
Reyna o Huetamo, pero sobran también las carnitas Michoacán, como las de San
Bernardino; las taquerías Michoacán como la de Santa Cruz. Que sea autos,
mudanzas o delicias, viven en Rialto, San Bernardino, Corona o Santa Anna las
respectivas mitades de municipios devastados por la violencia y las guerras
intestinas. Comunidades semejantes se identifican con sus natales Nayarit,
Sinaloa, Durango, Oaxaca, Jalisco. Inseguridad y pobreza convirtieron al siglo veintiuno
mexicano en este mapa divido en mitades dispersas a uno y otro lado de la
frontera o a manera de fronteras movedizas que avanzan o se repliegan a según
pinta la política. Por lo pronto, en Perris, Fontana o Fullerton hallas a los
mejores mecánicos, panaderos, artesanos del barro, expertos en agricultura,
carniceros, neveros, empacadores, curtidores de piel, o bailadores de caballos.
Y tal vez por eso parece también
que se reproducen o clonan como nadie los narcos. Pues entre Carrillos,
Arellanos y Leyva caídos, al igual como el personaje arquetípico de Gabriel
García Márquez llamado Aureliano Buendía y sus muchos descendientes homónimos,
ya todos hemos perdido la cuenta de cuántos capos restan para el reflector.
Por hoy, el profe narco se queda
en Puente Grande donde a manera de Anti Quijote seguirá sus lecturas de los
templarios y el santo grial. Dicen que no fue buen maestro, pero al país lo
convirtió en el aula abierta de la descomposición del sistema político que
quiso, como quien sueña un imposible, recuperar el poder.
Al tarot y a la literatura de
elucidar las claves de lo que sigue. Pero para dejarlos con una nota optimista,
les diré que no creo que sigan las cosas como si nada… Pues ni estos tiempos
son los de antes, ni es el PRI el mismo que gobernó setenta años.
Texto y foto © María Dolores Bolívar
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